El martes
amaneció con la noticia de la renuncia del magistrado Manuel
Marchena Gómez a la presidencia del Tribunal Supremo y del Consejo
General del Poder Judicial (CGPJ). La circulación de un wasap, cuyo
contenido no solo ha contribuido a echar más pimienta al pote sino
que ha propiciado una insólita búsqueda sobre su autoría y sobre
el mensajero, impulsó a Marchena a tomar una determinación que, por
un lado, impedía la cicatrización de la crisis abierta desde que a
sus señorías, en el Supremo, les dio por escorarse hacia el
estribor bancario en el asunto del Impuesto de Actos Jurídicos
Documentados, las hipotecas vaya, por decirlo en lenguaje coloquial;
y por otro, significaba, sencillamente, un acto de coherencia, de
coherencia ética, acaso el último verso de una estrofa quebrada por
mil y un avatares
Marchena se
marchaba dejando testimonio de sus razones: “Jamás he concebido el
ejercicio de la función jurisdiccional como un instrumento al
servicio de una u otra opción política para controlar el desenlace
de un proceso penal”. Y reafirmaba la independencia que caracterizó
la trayectoria de su condición de magistrado, “pues siempre ha
estado presidida por la independencia como presupuesto de legitimidad
de cualquier decisión jurisdiccional”.
Los
portavoces de las asociaciones de jueces coincidieron en elogiar lo
que, en nuestra opinión, es algo más que un gesto: “Una lección
de independencia”, “un acto de dignidad de personal y profesional
que le honra” que está “a la altura de su calidad jurídica y
profesional”, fueron algunas de las expresiones subsiguientes a la
renuncia. Marchena ponía sus virtudes por encima de las suspicacias
y de las componendas políticas que ponen en entredicho el vigente
sistema de elección de los componentes del órgano de gobierno de
los jueces, por lo demás perfectamente dotado de legitimidad
democrática y ajustado a cánones constitucionalistas. Pero han
pasado tantas cosas, es tan extendido el estado de duda y sesgo,
también en la clase judicial, que un simple wasap, acreditativo de
que aquélla no está exenta de manejos, ha bastado para que el
magistrado Marchena no sucumbiera a la tentación. Bastante difícil
de aceptar es que le “eligiesen” presidente -y no hay más
remedio que entrecomillar el término- cuando aún estaban pendientes
de asumir los vocales consejeros.
Los jueces
son de carne y hueso, tienen sus ideales y sus simpatías políticas,
pero de ellos se espera, como no puede ser de otra manera, la máxima
imparcialidad, una acreditada independencia y el máximo esmero en la
aplicación de la Ley. Miren por donde, la dimisión de Marchena,
aparte de ser una raya más en el tigre de la crisis, sirve para que
la justicia recupere credibilidad y para producir una profunda
reflexión entre los propios jueces y los principales partidos
políticos, de modo que sean capaces de perfeccionar el
funcionamiento y traslucir la eficacia y agilidad en la
administración y los procedimientos, a fin de cuentas lo que desea
la inmensa mayoría de los justiciables. Lo ocurrido, desde luego, es
un punto de inflexión que, más allá de la voluntad política, debe
marcar un nuevo rumbo para un poder público, una justicia en la que
la gente tiene que creer. Si no, la convivencia y la confianza se
verán muy mermadas.
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