viernes, 23 de noviembre de 2018

COHERENCIA ÉTICA

El martes amaneció con la noticia de la renuncia del magistrado Manuel Marchena Gómez a la presidencia del Tribunal Supremo y del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ). La circulación de un wasap, cuyo contenido no solo ha contribuido a echar más pimienta al pote sino que ha propiciado una insólita búsqueda sobre su autoría y sobre el mensajero, impulsó a Marchena a tomar una determinación que, por un lado, impedía la cicatrización de la crisis abierta desde que a sus señorías, en el Supremo, les dio por escorarse hacia el estribor bancario en el asunto del Impuesto de Actos Jurídicos Documentados, las hipotecas vaya, por decirlo en lenguaje coloquial; y por otro, significaba, sencillamente, un acto de coherencia, de coherencia ética, acaso el último verso de una estrofa quebrada por mil y un avatares
Marchena se marchaba dejando testimonio de sus razones: “Jamás he concebido el ejercicio de la función jurisdiccional como un instrumento al servicio de una u otra opción política para controlar el desenlace de un proceso penal”. Y reafirmaba la independencia que caracterizó la trayectoria de su condición de magistrado, “pues siempre ha estado presidida por la independencia como presupuesto de legitimidad de cualquier decisión jurisdiccional”.
Los portavoces de las asociaciones de jueces coincidieron en elogiar lo que, en nuestra opinión, es algo más que un gesto: “Una lección de independencia”, “un acto de dignidad de personal y profesional que le honra” que está “a la altura de su calidad jurídica y profesional”, fueron algunas de las expresiones subsiguientes a la renuncia. Marchena ponía sus virtudes por encima de las suspicacias y de las componendas políticas que ponen en entredicho el vigente sistema de elección de los componentes del órgano de gobierno de los jueces, por lo demás perfectamente dotado de legitimidad democrática y ajustado a cánones constitucionalistas. Pero han pasado tantas cosas, es tan extendido el estado de duda y sesgo, también en la clase judicial, que un simple wasap, acreditativo de que aquélla no está exenta de manejos, ha bastado para que el magistrado Marchena no sucumbiera a la tentación. Bastante difícil de aceptar es que le “eligiesen” presidente -y no hay más remedio que entrecomillar el término- cuando aún estaban pendientes de asumir los vocales consejeros.
Los jueces son de carne y hueso, tienen sus ideales y sus simpatías políticas, pero de ellos se espera, como no puede ser de otra manera, la máxima imparcialidad, una acreditada independencia y el máximo esmero en la aplicación de la Ley. Miren por donde, la dimisión de Marchena, aparte de ser una raya más en el tigre de la crisis, sirve para que la justicia recupere credibilidad y para producir una profunda reflexión entre los propios jueces y los principales partidos políticos, de modo que sean capaces de perfeccionar el funcionamiento y traslucir la eficacia y agilidad en la administración y los procedimientos, a fin de cuentas lo que desea la inmensa mayoría de los justiciables. Lo ocurrido, desde luego, es un punto de inflexión que, más allá de la voluntad política, debe marcar un nuevo rumbo para un poder público, una justicia en la que la gente tiene que creer. Si no, la convivencia y la confianza se verán muy mermadas.


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