Un 9,6 % de las plazas de profesor de enseñanza secundaria
quedó sin cubrir el pasado mes de julio tras las pruebas de oposición
celebradas en nuestro país. Se reconoce la deficiente ortografía de los graduados
como una de las causas que influyeron en las decisiones finales. A las pruebas,
convocadas junto a las de formación profesional o escuelas de idiomas, se
presentaron unas doscientas mil personas. En total, mil novecientas ochenta y
cuatro plazas sin cubrir.
Se reabre,
pues, un debate que ya jaleó Gabriel García Márquez desde que dijo que había
que jubilar a la ortografía. Todo da a entender que seguimos escribiendo con
muchas faltas en el conjunto de las normas de la escritura. Todos, más o menos,
tenemos historias de maestros y profesores inflexibles e intolerantes con un
yerro a la hora de redactar: desde rebajar calificaciones a suspender exámenes.
En algunos casos, hasta traspasaron la frontera de lo anecdótico. Más
recientemente, con la prodigalidad en las redes sociales, el asunto se ha
desbordado: plétora de errores, algunos de ellos tan notorios, ostensibles y
garrafales que el propósito corrector, hecho seguramente con la mejor buena
voluntad, ha terminado siendo denostado por los propios infractores y allegados
coyunturales que no ocultan su desagrado por ser advertidos en público de la
infracción ortográfica, tal es así que dan lugar a bloqueos, cortes o
reacciones de intemperancia próximas a la enemistad. A nadie le gusta ser
corregidos o quedar en evidencia ante un error que puede ser de bulto, pero
ellos se lo pierden: el riesgo de reincidir salta a la vista y entonces la
contumacia será menos perdonable.
Llama la
atención, desde luego, que en el actual volumen educativo nacional se produzca
este raro fenómeno que llega a los mismísimos niveles universitarios. En
efecto, indicadores como el de un 41 % de jóvenes comprendidos entre 25 y 34
años tiene estudios universitarios (frente a un 43 % en la Organización para la
Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), no se corresponden con
resultados tangibles como los de las oposiciones que comentamos. ¿Qué por qué
se escribe tan mal? Posiblemente, por el déficit de lectura que incide, desde
luego, en una mala capacidad expresiva y en una peor escritura. Pero también
influyen, en opinión de expertos y lingüistas, las antiguas y nuevas
tecnologías: desde la televisión y los videojuegos al uso desmesurado de
móviles y tabletas. En este último contexto -aunque tampoco escapan algunos
patinazos en programas y locutores televisivos- ya desbordan las aplicaciones
de mensajería instantánea y las redes sociales a las que antes aludimos. Eso de
las abreviaturas o dos consonantes, “por economía de lenguaje”, no deja de ser
una majadería.
El problema
se agrava, además, con errores de puntuación y acentuación que,
inevitablemente, conducen a lecturas equivocadas y a redacciones que, a duras
penas, siguen el itinerario sintáctico adecuado. Faltan prácticas de redacción
e incluso de dictados, un ejercicio, por cierto, que intentan recuperar en
Francia. El escritor Julio Llamazares llega a hablar de “prestigio social de la
buena expresión y la buena escritura”, en alusión a lo dicho sobre las redes
sociales, “pues no todo se consigue con más clases de lengua”. El propio
Llamazares sentencia: “Escribir y hablar bien no es un capricho: sirve para
expresar mejor tus ideas”.
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