Luis
Espinosa García, médico, lúcido octogenario y próximo ya a los noventa, de la saga de los
Espinosa, comprometidos con la educación y la difusión de la
cultura, cumplió una de sus aspiraciones: lograr que la historia del
colegio de segunda enseñanza -también conocido como Gran Poder de
Dios- del Puerto de la Cruz, quedara mínimamente sistematizada y
registrada. Era impedir que tan valioso papel en la formación de
varias generaciones de portuenses, lleno de aportaciones profesorales
de primer nivel y de afanes colectivos de un alumnado que luchaba
contra las penurias de todo tipo, quedara disperso, difuso o,
sencillamente, irreconocible.
No
era justo, o hubiera sido otra prueba más de la desidia y del
descuido de los habitantes de un municipio con su propio acervo, con
sus valores y con su escaso aprecio por la autoestima. Acaso
demasiado acomodaticios, descansar responsabilidades en terceros y la
propensión a que otros resuelvan por mí han caracterizado buena
parte de su andadura, al menos en el siglo XXI. Forma parte de la
idiosincrasia y quizás ello explique la pérdida o la desaparición
de muchas cosas e iniciativas, entre ellas una asociación de
antiguos alumnos del mismo centro.
Era
injusto, desde luego, que la pequeña gran historia de aquel colegio
se quedara sin un testimonio bibliográfico, El
colegio de segunda enseñanza,
que plasmase el esfuerzo por ofrecer una opción donde llevar a cabo
la adecuada preparación académica en un ciclo vital de la
existencia de adolescentes. Hasta para superar las rigideces del
régimen preconstitucional de la separación de sexos para enseñar
hubo imaginación y audacia, no importaban las limitaciones de
espacio físico. Y reflejase la constancia de los promotores y de un
patronato de mínima estructura. El colegio de segunda enseñanza
superó la guerra incivil y sus aulas fueron acogiendo, contra
viento, marea y limitaciones, el ejercicio impagable de la docencia
y la voluntad perseverante del aprendizaje, no solo de los portuenses
sino de ciudadanos de otras localidades norteñas.
El
papel de ese colegio fue determinante en la evolución de la ciudad,
de ahí que haya que ponderar el propósito de Luis Espinosa García,
con quien ha colaborado firmemente su prima Margarita Rodríguez
Espinosa, profesora de Literatura, ya jubilada, pero siempre
predispuesta de modo que todos los intentos de creatividad, fomento y
proyección intelectual en el municipio pudieran cristalizar. El
doctor en Ciencias de la Información, Jesús Manuel Hernández,
aportó también los frutos de la investigación de su tesis,
referida a la educación en el valle de La Orotava. Juan Carlos
Castañeda (SER) echó el resto, ya en el acto, con su interpretación
del volumen y el estímulo del coloquio posterior. Las páginas del
libro no son una mera sucesión de anécdotas o de episodios, ni de
relaciones secuenciadas de profesores y alumnos por cursos. Son
páginas escritas con vocación y perspectiva, con afán rigorista y
con generosidad de quienes, en diferentes etapas, estudiaron,
trabajaron y se esmeraron desafiando imponderables de todo tipo,
hasta el de hacer en Santa Cruz de Tenerife los exámenes finales.
Ex
alumnos, portuenses de distintas generaciones, ciudadanos del valle,
llenaron hasta la biblioteca del Instituto de Estudios Hispánicos de
Canarias (entidad editora) en lo que fue un acto entrañable, plagado
de emociones y remembranzas. Fuera, grupos de chiquillos disfrazados
preguntaban ¿truco o trato? Dentro, no invadía un torrente de
nostalgia sino la sensación de que se estaba haciendo justicia
con una publicación que rendía tributo a un colegio que cerró sus
puertas mediados los años setenta después de décadas, en cuatro
sedes diferentes, formando a personas que acreditaron, con su
presencia, haber hecho méritos para que cuatro ranilleros hablaran
de ciencias y artes, como decía la copla. Solo que con más fundamento.
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