Un
lector y seguidor habitual de una localidad norteña escribe con
sensible preocupación sobre la evolución de las fiestas patronales
o de barrios, ante el creciente nivel de requisitos legales sin cuyo
cumplimiento previo no es autorizada la realización de varios
números del programa.
“Si
ya de por sí -escribe- es un duro sacrificio el que se hace para
buscar las perritas con el fin de hacer la fiesta, las comisiones
tropiezan con planes de seguridad complejísimos y con muchísimas
exigencias, papelería diversa ante las instituciones pidiendo
permiso para cualquier cosa, seguros carísimos que se comen gran
parte del presupuesto para cubrirse las espaldas ante cualquier
eventualidad... Y ya no hablemos si esa fiesta tiene una romería o
una actividad que pase o corte una vía de interés insular, entre
otros”. Los esfuerzos, entre voluntaristas y desinteresados, a
menudo no se están viendo correspondidos.
No
falta razón pero el comunicante debe tener en cuenta que tales
requisitos son fruto de algunos vacíos legales que dejaron en el
limbo determinadas responsabilidades cuando se han producido
contenciosos, conflictos y hasta desgracias sobrevenidas que
conllevan, aparte de tristeza o trastornos -y hasta agujeros
económicos- desentendimiento. El caso es que, en caso de
contratiempos, esas responsabilidades no recaigan en la
Administración.
Como
casi todo en la vida, es cuestión de medida. No es lo mismo
-independientemente de la estructura que se tenga para organizar y
ejecutar los actos festivos- un Ayuntamiento mínimamente sólido,
con recursos humanos y materiales propios, que un colectivo de
personas de un distrito o un barrio que se pega todo un año
recaudando o vendiendo lotería y rifas pero que no dispone de
infraestructura o de soportes adecuados para atender las exigencias
normativas. Habría que ajustar pero suponemos que eso dependerá de
la modalidad y de las características de las actividades festeras.
En el medio estaría la virtud para atender lo que se exige y tener
los festejos en paz y con seguridad.
El
caso es que algunas fiestas populares, las más sencillas, las más
tradicionales, aquella que tantas veces cantamos ambientadas con
hojas de palma, decorados elementales y ventorrillos con carne en
fiestas, corren riesgo de desaparición. Desde luego, pierden uno de
sus orígenes o una de sus razones de ser: llenar el pueblo o el
barrio de actividad creativa, lúdica y desenfadada durante unas
pocas fechas. Ya saben: los que peinamos canas o no peinamos nada
sabemos que durante todo un año se esperaba la fiesta para pintar
las casas, estrenar ropa y divertirse de la forma más sana. Ahora,
hasta la inmensa oferta de actividades que se encuentra a lo largo
del ciclo promovida por instituciones públicas o privadas y hasta un
planteamiento personal o familiar con abundancia de opciones de ocio
sin tener que salir de casa, compiten con el mejor ánimo y las
reales posibilidades de sana y más o menos desenfadada diversión.
No
extrañe entonces la lucha contra los requisitos ni la desmotivación
o la pérdida de ganas para hacer fiestas a la vista de las
exigencias. Nuestro comunicante, en efecto, hace un pronóstico:
“Todo eso llevará a que, de aquí a unos poquitos años,
desaparezcan muchos festejos populares y tal vez solo queden los
religiosos como únicos recuerdos de la tradición”.
Por
buscar una salida positiva, igual todo esto contribuye a dimensionar
adecuadamente los festejos, incluso a secuenciarlos temporalmente.
Pero conviene explorar otros cauces y esmerarse con tal de mantener
y renovar los valores intrínsecos a estas modalidades periódicas de
expresión popular.
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