El
amigo Bernardo Cabo Ramón viene publicando en facebook,
bajo
el título genérico Las
faenas de la mar que ya no volverán, una
serie de fotografías que reflejan las actividades que llevaban a
cabo en las inmediaciones del muelle portuense -su denominación
coloquial más empleada- personas más o menos vinculadas a tareas
del ámbito márítimo-pesquero.
Son fotos antiguas, la
mayoría en blanco y negro, donde aparecen patrones, pescadores,
aprendices, espectadores y hasta espontáneos que se acercaban para
echar una mano cuando la ocasión lo requería. Gente de todas las
edades, sombrero, boina, barbados, en mangas de camisa o con prenda
de abrigo que duró años, descalzos, personajes que se ganaron por
derecho propio el respeto y contribuyeron decisivamente al sustento
familiar. Ellos y ellas, pues en la pescadería cercana vendían y
distribuían -a menudo, voceando-, embutidas en ropas protectoras de
frío, las que mostraban con desenfado el género, las capturas del
día, y complementaban su cometido desescamando pescado o limpiando
sus entrañas.
Son testimonios que
plasman el núcleo de actividad profesional y social que fue el
muelle, donde desemboca gente fervorosa y curiosa de todas las
latitudes el martes conmemorativo de la festividad de la Virgen del
Carmen o la mañana de San Juan, cuando bañan las cabras y otros
animales para su purificación y dar la bienvenida al solsticio de
verano.
Son las pruebas de que
allí había un sector productivo, minúsculo si se quiere, pero lo
había. La expectativa de la llegada de las falúas o de la pequeña
lancha; el desembarco de lo capturado; el descanso subido sobre un
lateral, a proa o popa, daba igual; los hombres cosiendo las redes,
extendidas sobre el paseo del espigón principal, o reparando nasas y
tambores; las miradas de los viejos lobos de mar escrutando el
horizonte; abuelos sentados sobre las escalinatas viendo pasar el
tiempo, a mujeres guapas y a turistas de toda laya... Personajes que
dieron vida a aquel entorno y conocían de memoria las piedras y el
camino adoquinado que iba del chorro a las lonjas, de los bares
cercanos a la orilla o a la fábrica de hielo o a la cofradía o al
antiguo mercado donde en la planta baja, por las tardes, cuando el
sol declinaba, siempre cerraban ellos.
El muelle fue un lugar
alegre, animado, no tan silente porque los días de mar brava -o de
luna llena, como gustaba decir a algún patrón- circulaban las
llamadas de atención y los gritos para indicar lo que había que
hacer y cómo había que hacerlo. Discusiones vivas sobre el sentido
de las corrientes y los pronósticos meteorológicos. Porfías sobre
la orientación de los muros de defensa. Leyendas e historias
domésticas, más o menos fundamentadas y transmitidas oralmente.
Estampas entonces de embarcaciones varadas a toda prisa sobre las
vías urbanas, encharcadas y con piedras arrastradas. Aquellos muros
resistiendo los embates de los temporales. Cuando la sustancial
reforma de principios de los ochenta del pasado siglo, el imaginario
popular bautizó 'el muelle de los pitufos' pero lo cierto es que,
desde entonces, resistió dignamente el enfurecimiento de la
naturaleza.
Hace bien Bernardo Cabo
Ramón en rescatar las faenas que, en efecto, ya no volverán porque
aquella actividad, tan artesanal, tan de oficio limitado, no se
desarrollaría hoy con los mismos postulados y con los mismos
métodos, entre otras cosas porque no se ha producido relevo
generacional y porque los esfuerzos de la mar son muy exigentes y no
parece que los más jóvenes estén por la labor.
O lo que es igual, en el
Puerto ya no quedan pescadores. O muy pocos.
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