Ayer vio la luz el libro El colegio de segunda enseñanza, original de Luis Espinosa García y Margarita Rodríguez Espinosa. Es la historia, desde sus orígenes hasta la desaparición de un centro educativo también conocido como 'Gran Poder de Dios'. El acto de presentación, con Juan Carlos Castañeda Baute como introductor del valioso testimonio, tuvo lugar en el Instituto de Estudios Hispánicos de Canarias (IEHC), entidad editora. Los autores nos encargaron el prólogo. Dice así:
"Luis
Espinosa García -”¡cuántas veces te he dicho que no soy doctor
sino licenciado!”, aún corrige cordialmente- y su prima Margarita Rodríguez Espinosa van a ver satisfecha su aspiración: el
libro con la historia del colegio. Se lo debíamos quienes por allí
pasamos, quienes cursamos el bachillerato y quienes vivimos un tiempo
de infancia y adolescencia memorable. Lo merece un centro que
contribuyó decisivamente a la formación de varias generaciones de
portuenses. Acaso lo esperen centenares de alumnas y alumnos, de
antiguos y jubilados profesores y el personal que, más o menos
vinculado, aún conserva en el almacén de la memoria alguna
referencia, algún relato de terceros o, en fin, alguna anécdota que
sirvieron para refrescar los años de su existencia.
Las
que siguen son las páginas del cariño con que nos tomamos la
estancia en aquellas aulas. ¡Quisimos tanto al colegio! Pequeño
físicamente -había que ir a la playa o a otros recintos para
impartir la educación física o la gimnasia- pero generoso y
acogedor, ya desde el porche ya desde las clases ya desde la
balconada ya desde la misma azotea.
El
colegio Gran Poder de Dios, o Segunda Enseñanza, como coloquialmente
era reconocido, rezumaba el espíritu portuense de desenvolverse en
cualquier lado, aunque estuviera erizado de dificultades. En pleno
centro de la ciudad, cerca de la plaza de la Iglesia, al lado de una
maternidad, con olor a panes de cercana fabricación artesanal y con
unas ventas próximas para cualquier apuro -”don Alfredo, ¿tiene
sombreritos del Niño Jesús?”, le preguntaban los jóvenes que
empezaban a presumir de extranjeras-, el colegio vio cómo crecía el
edificio Belair, símbolo del
desarrollismo turístico incontrolado. Y cómo las ambulancias de la
Cruz Roja proliferaban en las inmediaciones del Hospital de la
Inmaculada Concepción, en la calle Cólogan -por donde descendían
las guaguas de Hernández Hermanos- una
desde las que se accedía al centro, en la intersección de Luis de
la Cruz y Benjamín J. Miranda.
Ese
fue el colegio que conocimos -en el libro se habla también de otras
sedes-, donde pasamos seis años inolvidables en la década de los
sesenta del pasado siglo. Al que llegamos en la primavera de 1963
para hacer la convocatoria de ingreso en la modalidad de Enseñanza
Libre, prolongada durante todo el bachillerato. Ese fue nuestro
primer contacto, en la planta alta, donde enseñaba don Jesús,
Hernández Martín, apellidos por los que no fue conocido hasta bien
pasados los años. En el Puerto, ya se sabe, se estila lo del apodo o
sobrenombre: el Villero, pues. Después, rotamos por las aulas del
piso inferior que albergaba los primeros cuatro cursos. En la primera
planta estaban las de quinto y sexto cursos, más un salón de mayor
superficie que, en ocasiones, sirvió para acoger actividades
diversas -hasta una versión de Cesta y Puntos, aquel
célebre concurso de la televisión en blanco y negro que se emitía
los sábados-, reuniones equivalentes a las presentaciones de
nuestros días, la del concurso nacional de redacción de Coca-Cola,
por ejemplo- y pruebas de
exámenes. Desde los espacios reservados para los dos cursos de
bachiller superior se accedía a un balcón generoso, en el que no se
debía permanecer mucho tiempo, según recomendaciones profesorales,
“para no distraerse en exceso”. Ya en la segunda mitad de la
década, junto a las dos aulas, en esa misma planta, fue descubierto
el bautizado 'cuarto de la marihuana', que no tuvo otra finalidad que
guardar mobiliario y fumar, a hurtadillas, algún cigarrillo.
Fue el colegio donde se
cursaban el bachiller elemental y el superior, seguidos de sus
correspondientes reválidas. Superada la primera, había que escoger:
ciencias o letras. ¡Era la primera gran decisión que había que
adoptar en la vida de los escolares que afrontaban la pubertad! Ello
motivó una primera y leve segregación, aunque los espacios y las
asignaturas comunes hicieron que no se fracturasen del todo las
promociones de educandos que habían iniciado su andadura.
Pero
también contribuyó un sin igual elenco de profesoras y profesores,
la mayoría de ellos, amistades de los padres del alumnado. María
Teresa García Barrenechea, doña Maite, fue la directora muchos
años. Ofelia Espinosa Córdoba, la fiel y eficaz secretaria que,
además, enseñaba Historia. Doña Manuela Miranda hizo que
dibujáramos hasta los más torpes. A pulso. Con Maruja Martín Real
aprendimos a traducir latín sin diccionario y a repasar el libro de
Gramática más de cinco veces y a hacer comentarios de textos. Luis
Pérez, antes de ser médico, ofició de maestro. Ana Isabel Perera
enseñó Física y Química. Marcos Brito, entonces con tendencias
progresistas, ofrecía su casa de Punta Brava para estudiar por las
noches, Filosofía e Historia de la Cultura, y repasos para la
reválida superior. A Domingo Pérez Bethencourt le dimos un disgusto
con un suspenso generalizado en junio en matemáticas de cuarto a
cuenta de las coordenadas mal obtenidas. José Antonio Marrero
Córdoba exponía la pomposa Formación del Espíritu Nacional, en
una palabra Política, y la gimnasia que practicábamos o
intentábamos hacerlo en el patio del Frente de Juventudes o del
colegio de los Padres Agustinos o en la mismísima playa de
Martiánez, zona de La Barranquera. “Vamos a sincronizar los
pasos”, llegó a decir Marrero antes de acometer los saltos de
longitud que exigían en el bachiller superior.
En las Ciencias Naturales de
quinto enseñaban el abogado Manuel López García y el médico Luis
Espinosa García, quienes se repartían las materias: biología y
botánica estaban a cargo del letrado; zoología y geología eran
explicadas por Espinosa que una vez preguntó por el color de un
mineral y advirtió: “No me digas ni claro ni oscuro porque esos
son tonos y no colores”.
El malogrado Alfonso Trujillo
Rodríguez figura también en el elenco de docentes. Latín, Griego,
Literatura, Historia del Arte y hasta Filosofía, fueron impartidas
por aquel profesor de sempiternas gafas negras que conducía un
utilitario de fabricación alemana que aparcaba en el primer hueco
que encontraba. A él le debemos unos cuantos que siguiéramos de
cerca el aluvión o la avenida de noviembre de 1968 que causó
enormes daños en las localidades del valle. Y que conociéramos el
significado y el alcance del concepto infraestructuras, entonces
prácticamente inexistentes, claro.
Otros enseñantes volcaron sus
afanes en las aulas de aquel colegio entrañable y también
contribuyeron a su mantenimiento y al esfuerzo que se hacía desde un
patronato o similar -del que supimos en la víspera de un festival en
el salón de actos del colegio San Agustín- para su supervivencia.
Que nos excusen la involuntaria omisión.
Dos hechos a los que hay que
referirse de manera obligada: uno, los exámenes finales se hacían
en el instituto de la calle Enrique Wolfson y en el Andrés Bello, de
Santa Cruz de Tenerife, de reciente construcción mediados los
sesenta. Eran dos jornadas agotadoras para aquellos alumnos y alumnas
libres, quienes iban a la capital con cierto aire de aventura
que empezaba con la expectativa de los taxis (coches pirata)
en los que desplazarse y terminaba con los cánticos de regreso entre
curvas y adelantamientos. Sin dejar de mencionar las vueltas al
parque García Sanabria, al muelle y los bocadillos de tortilla de
jamón de un céntrico y popular establecimiento santacrucero, La
Garriga.
Y el otro, la festividad
de Santo Tomás de Aquino, inicialmente en los primeros días del mes
de marzo, hasta que modificaron el santoral. Aquella era una
celebración que vivíamos con interés, con esmero y con pasión.
Mientras unos pintaban decorados y soportes escénicos, otros
ensayaban música y teatro y otros vendían entradas. De Segunda
Enseñanza salieron pequeños grandes artistas que actuaron en el
desaparecido Teatro Topham, en el colegio de los curas Agustinos y en
el mismísimo parque San Francisco. Casilda, reina mora; La
estrella de Oriente; La fórmula 3K3; El amor en bicicleta, son
títulos teatrales inolvidables para quienes intervinieron, siempre
bajo la dirección de don Jesús. Lo mejor era recibir el aplauso
atronador del público que llenaba. De aquella época quedó un
concepto de espectáculo para la historia: Gala lírico-musical.
Una celebración que se
complementaba con un partido de fútbol en El Peñón, aún con
cancha de tierra, vestuarios a compartir y graderíos incompletos,
desde los que animaban quienes no jugaban, claro. Los componentes de
cada equipo eran escogidos semanas antes con criterios de máximo
equilibrio, entre grandes y chicos. Hasta había una madrina que
hacía el saque de honor. Y culminaba con la fiesta-baile hecha en la
propia sede del colegio, donde se alternaban los disc-jockeys,
donde las chicas estrenaban traje y a la que había que acudir
llevando un vaso desde casa: esperaban los refrescos y el cap.
Años de ilusiones,
nervios, trapisondas, esfuerzos, lágrimas, reprimendas, peripecias y
amores tempranos. El colegio Gran Poder de Dios, surgido al calor de
probos afanes y de una sensibilidad exquisita para que el municipio
tuviera una opción cercana de cursar el bachillerato, resistió lo
que pudo.
Este libro es un tributo a
cuantos promovieron su creación, a cuantos impartieron enseñanzas,
a cuantos cursaron estudios y a cuantos tuvieron en aquellas
estancias y aulas un segundo hogar, un lugar donde aprender y
formarse. Mujeres y hombres que fueron conscientes de una etapa
decisiva en la formación individual y colectiva. Un par de
reencuentros, décadas después, sirvieron para contrastarlo. La
historia del colegio fue la superación de imponderables. Esta
edición rinde tributo a promotores, profesores, alumnos y
colaboradores que, en distinta medida, luego proyectaron los valores
que allí cultivaron. Años memorables, sin duda".
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