Decir que vivimos tiempos
agitados de falacias, fake news, bulos, posverdad y hasta de falsa
transparencia es una obviedad aplastante. Algunos opinan que con el asunto de
las grabaciones de Villarejo, hemos tocado fondo. Los títulos de los últimos
libros aparecidos, ‘No quieren que lo sepas’ (Espasa), de Jesús Cintora; y
‘Medios y cloacas’ (CTXT), de Pablo Iglesias, son lo suficientemente
indicativos del inquietante momento que atraviesan la profesión periodística y
las empresas mediáticas.
Ya hemos anotado en
anteriores entradas sobre temática similar que todo ello repercute en el
desenvolvimiento democrático. Si convenimos en que hay dos libertades
esenciales para que el funcionamiento de la democracia discurra por cauces
normales, la confianza de información y la confianza de opinión, que, como
tales pertenecen a todos los ciudadanos, estaremos de acuerdo en que los medios
de comunicación materializan ambas libertades mediante la difusión de .lo que
se denomina “boletín de relatos y prospección” que interpretan la sinceridad a
partir de los hechos que son de interés común.
En un
editorial publicado el pasado mes de julio, el diario ‘La Vanguardia’, de
Barcelona, planteaba que “A veces, es
necesario recapacitar lo obvio: el periodismo recibe de la sociedad el encargo
de informar y profesar la indagación y el manifiesto de las instituciones y
organismos que determinan la vida colectiva. La confianza de prensa es un
indicador esencial de la lozanía de cualquier democracia, por ello es habitual
comprobar cómo los regímenes autocráticos y autoritarios implantan la censura,
amenazan a los periodistas y lanzan propaganda de todo tipo para ocultar lo que
ocurre positivamente. Con la transición democrática, España recuperó la
capacidad de expresarse a sí misma desde los medios”.
La
pieza enfocaba el asunto poniendo el dedo en la llaga. Decía: “La complicidad
de varios periodistas y algunos medios con los turbios manejos del excomisario
José Manuel Villarejo revela un problema que afecta al prestigio de toda la
profesión, además al de quienes optaron por no propagar ciertas historias
porque no cumplían los mínimos de verdad, trazabilidad y contraste que marcan
la diferencia entre el periodismo responsable y la fabricación de narrativas
paralelas con fines espurios”.
Con
crudeza añadían en el periódico catalán que no había que guardar silencio, para
evitar que el periodismo, así de crudo, pierda su nombre, es decir allí donde aparecen “comportamientos
mafiosos e hipócritas que debemos denunciar sin evasivas, pues contribuyen a la
desconfianza y al desánimo generales. Donde el periodismo pierde su nombre,
campa a sus anchas el cinismo de aquellos que se presentaban como adalides de
la ética periodística mientras actuaban como parte imprescindible de unas
tramas basadas en la desfiguración sistemática de la verdad”.
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