lunes, 19 de septiembre de 2022

Donde termina el periodismo

Decir que vivimos tiempos agitados de falacias, fake news, bulos, posverdad y hasta de falsa transparencia es una obviedad aplastante. Algunos opinan que con el asunto de las grabaciones de Villarejo, hemos tocado fondo. Los títulos de los últimos libros aparecidos, ‘No quieren que lo sepas’ (Espasa), de Jesús Cintora; y ‘Medios y cloacas’ (CTXT), de Pablo Iglesias, son lo suficientemente indicativos del inquietante momento que atraviesan la profesión periodística y las empresas mediáticas.

Ya hemos anotado en anteriores entradas sobre temática similar que todo ello repercute en el desenvolvimiento democrático. Si convenimos en que hay dos libertades esenciales para que el funcionamiento de la democracia discurra por cauces normales, la confianza de información y la confianza de opinión, que, como tales pertenecen a todos los ciudadanos, estaremos de acuerdo en que los medios de comunicación materializan ambas libertades mediante la difusión de .lo que se denomina “boletín de relatos y prospección” que interpretan la sinceridad a partir de los hechos que son de interés común.

En un editorial publicado el pasado mes de julio, el diario ‘La Vanguardia’, de Barcelona, planteaba que  “A veces, es necesario recapacitar lo obvio: el periodismo recibe de la sociedad el encargo de informar y profesar la indagación y el manifiesto de las instituciones y organismos que determinan la vida colectiva. La confianza de prensa es un indicador esencial de la lozanía de cualquier democracia, por ello es habitual comprobar cómo los regímenes autocráticos y autoritarios implantan la censura, amenazan a los periodistas y lanzan propaganda de todo tipo para ocultar lo que ocurre positivamente. Con la transición democrática, España recuperó la capacidad de expresarse a sí misma desde los medios”.

La pieza enfocaba el asunto poniendo el dedo en la llaga. Decía: “La complicidad de varios periodistas y algunos medios con los turbios manejos del excomisario José Manuel Villarejo revela un problema que afecta al prestigio de toda la profesión, además al de quienes optaron por no propagar ciertas historias porque no cumplían los mínimos de verdad, trazabilidad y contraste que marcan la diferencia entre el periodismo responsable y la fabricación de narrativas paralelas con fines espurios”.

Con crudeza añadían en el periódico catalán que no había que guardar silencio, para evitar que el periodismo, así de crudo, pierda su nombre, es  decir allí donde aparecen “comportamientos mafiosos e hipócritas que debemos denunciar sin evasivas, pues contribuyen a la desconfianza y al desánimo generales. Donde el periodismo pierde su nombre, campa a sus anchas el cinismo de aquellos que se presentaban como adalides de la ética periodística mientras actuaban como parte imprescindible de unas tramas basadas en la desfiguración sistemática de la verdad”.

Las excusas que algunos han donado al hallarse comprometidos son textualmente increíbles. Distorsionar a sabiendas los hechos es incumplir la primera razón de ser del periodismo y engañar al manifiesto debería tener consecuencias para los profesionales y las empresas que se han prestado al fraude”. El centro de gravitación del periodismo está, pues, amenazado. Los editores deben ser conscientes de ello y actuar con diligencia para que el deterioro no  sea aún mayor. 

Este asunto no atañe solo a los profesionales del periodismo, va mucho más allá: está en aventura -no nos cansamos de repetirlo- la solidez de la circunscripción de engranaje de la democracia.

 

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