viernes, 9 de septiembre de 2022

Subyace el castigo

 La gestión no vende, no capta votos, apenas el puñado ese convertido en uno de los tópicos más carentes de fundamento y concreción en la jerga política.

Lo que reclama la atención del elector –de una buena parte de ellos- es el postureo, el que deriva, a ser posible, de gestos, o de decisiones basadas en lo fácil, en lo llano, en la simpleza. Persuade más una necedad o una butade altisonante. O dejarse arrastrar por corrientes y por modas,  no importa siquiera que resulten antagónicas con los propios pensamientos, aunque sean los de toda la vida, o los cultivados de forma elemental, sin grandes alardes.

Lo que subyace es un voto de castigo, a partir de la antipatía o del rechazo que puede inspirar la parte gubernamental y, sobre todo, su primera o máxima representación. Desconoce –le dan igual- las cosas buenas y positivas que haya podido realizar. Pero no las que equivalgan, un suponer, al cumplimiento de la oferta programática, sino aquellas otras que sean fruto de situaciones sobrevenidas, de crisis y de emergencias. Las respuestas podrán ser estimables, todo lo que se pueda, y eso, que es lo que puede esperarse o cabe exigir a un gobernante, no es valorado. Al contrario, si se puede machacar desde alguna fisura o desde alguna tardanza burocrática, se hace.

Se dirá que no se sabe vender bien, otro de esos tópicos enquistados. Y es posible, en efecto, que no se sepa la dimensión o la trascendencia de un decisión o de un conjunto de ellas que prueban además la funcionalidad y la coordinación de varios departamentos de una administración. Siempre hay tiempo de revisar o corregir, pero ya se va a remolque y la tendencia contraria parece ir al galope, tal es así que resulta muy difícil invertirla.

¿Para qué hablar de ideología si a la mayoría le es indiferente, incluso cuando hay riesgos de que peligre la democracia? Les da igual a sus enemigos, que haberlos, haylos; hasta enterrar el concepto de pluralismo y no dejar explicarlo. Pero hay que tenerlo muy en cuenta, aunque entre los argumentos se consigne que la gente ya no se mueve por ideología, sino por emociones, simpatías personales, corrientes o modas sociales aireadas, claro, por los vientos demoscópicos que soplan a conveniencia.

Pero tampoco concuerda con lo que luego exige al político, esto es, eficacia, iniciativa, gestión, solvencia, capacidades… Se va alejando (la gente) del nudo gordiano de la política por muchas razones, de las que son responsables algunos ejecutivos y en ese sentido solo a ellos son atribuibles las deficiencias, los empecinamientos o todas aquellas determinaciones que  han generado el malestar de importantes núcleos de población. Luego, recuperar su confianza es un imperativo indispensable para la credibilidad.

Si se quiere, luego está la ingratitud. La sociedad del bienestar no era esto, ver satisfechas ciertas necesidades vitales o vitalistas y desentenderse de todo lo demás. No: era compromiso, individual o colectivo, y actuar en consecuencia. Hay quien no lo ha entendido aún, siendo cierto que cada quien, en democracia, tiene todo el derecho a experimentar dando su confianza, por ejemplo, a quienes entiendan que pueden gestionar lo público mejor.

Pero lo malo es que han llegado lo facilón, el pasotismo y arrimarse al árbol  que más cobija, aunque no garantice nada. Han llegado el tuit, el mensaje breve de las redes (para no mencionar el insulto ni la descalificación) porque da igual. No hay que resignarse, por supuesto, pero hay que ser conscientes del daño que causan quienes manejan los recursos (el de las redes resulta calderilla al lado de la falta de escrúpulos que algunos acreditan sin miramientos con tal de alcanzar sus objetivos) e infunden esos afanes de castigo y de devaluación de principios, incluso los relativos a la eficacia.

Qué más da mentir, si el viento sopla en esta dirección y a mucha gente le gusta ver castigos en la cosa pública.

 

 

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