La gestión no vende, no capta votos, apenas el puñado ese convertido en uno de los tópicos más carentes de fundamento y concreción en la jerga política.
Lo que reclama la atención del elector
–de una buena parte de ellos- es el postureo, el que deriva, a ser posible, de
gestos, o de decisiones basadas en lo fácil, en lo llano, en la simpleza.
Persuade más una necedad o una butade altisonante. O dejarse arrastrar por
corrientes y por modas, no importa
siquiera que resulten antagónicas con los propios pensamientos, aunque sean los
de toda la vida, o los cultivados de forma elemental, sin grandes alardes.
Lo que subyace es un voto de castigo, a
partir de la antipatía o del rechazo que puede inspirar la parte gubernamental
y, sobre todo, su primera o máxima representación. Desconoce –le dan igual- las
cosas buenas y positivas que haya podido realizar. Pero no las que equivalgan,
un suponer, al cumplimiento de la oferta programática, sino aquellas otras que
sean fruto de situaciones sobrevenidas, de crisis y de emergencias. Las
respuestas podrán ser estimables, todo lo que se pueda, y eso, que es lo que
puede esperarse o cabe exigir a un gobernante, no es valorado. Al contrario, si
se puede machacar desde alguna fisura o desde alguna tardanza burocrática, se
hace.
Se dirá que no se sabe vender bien, otro
de esos tópicos enquistados. Y es posible, en efecto, que no se sepa la
dimensión o la trascendencia de un decisión o de un conjunto de ellas que
prueban además la funcionalidad y la coordinación de varios departamentos de
una administración. Siempre hay tiempo de revisar o corregir, pero ya se va a
remolque y la tendencia contraria parece ir al galope, tal es así que resulta
muy difícil invertirla.
¿Para qué hablar de ideología si a la
mayoría le es indiferente, incluso cuando hay riesgos de que peligre la
democracia? Les da igual a sus enemigos, que haberlos, haylos; hasta enterrar
el concepto de pluralismo y no dejar explicarlo. Pero hay que tenerlo muy en
cuenta, aunque entre los argumentos se consigne que la gente ya no se mueve por
ideología, sino por emociones, simpatías personales, corrientes o modas
sociales aireadas, claro, por los vientos demoscópicos que soplan a
conveniencia.
Pero tampoco concuerda con lo que luego
exige al político, esto es, eficacia, iniciativa, gestión, solvencia,
capacidades… Se va alejando (la gente) del nudo gordiano de la política por
muchas razones, de las que son responsables algunos ejecutivos y en ese sentido
solo a ellos son atribuibles las deficiencias, los empecinamientos o todas
aquellas determinaciones que han
generado el malestar de importantes núcleos de población. Luego, recuperar su
confianza es un imperativo indispensable para la credibilidad.
Si se quiere, luego está la ingratitud.
La sociedad del bienestar no era esto, ver satisfechas ciertas necesidades
vitales o vitalistas y desentenderse de todo lo demás. No: era compromiso,
individual o colectivo, y actuar en consecuencia. Hay quien no lo ha entendido
aún, siendo cierto que cada quien, en democracia, tiene todo el derecho a
experimentar dando su confianza, por ejemplo, a quienes entiendan que pueden
gestionar lo público mejor.
Pero lo malo es que han llegado lo
facilón, el pasotismo y arrimarse al árbol
que más cobija, aunque no garantice nada. Han llegado el tuit, el
mensaje breve de las redes (para no mencionar el insulto ni la descalificación)
porque da igual. No hay que resignarse, por supuesto, pero hay que ser
conscientes del daño que causan quienes manejan los recursos (el de las redes
resulta calderilla al lado de la falta de escrúpulos que algunos acreditan sin
miramientos con tal de alcanzar sus objetivos) e infunden esos afanes de
castigo y de devaluación de principios, incluso los relativos a la eficacia.
Qué más da mentir, si el viento sopla en
esta dirección y a mucha gente le gusta ver castigos en la cosa pública.
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