El profesor portuense José Javier Hernández se recreó con “Tres historias apasionadas del viejo Puerto” su puntual cita con la memoria del escritor uruguayo, su gran amigo, Eduardo Galeano, nacido el 3 de septiembre de 1940. Arrancaba así el nuevo curso en el Instituto de Estudios Hispánicos de Canarias (IEHC) y de paso conmemoraba el cincuenta aniversario de la publicación de Las venas abiertas de América Latina, la obra que encumbró a Galeano. Con un ejemplar y la boina forrada en pana que le regaló sobre la mesa, para testimoniar la amistad que les unió, Hernández leyó un fragmento final dedicado al escritor: la fecha que perpetuaba la memoria quedó sobradamente justificada.
Las tres historias escogidas por el conferenciante estaban tan cargadas de ternura descriptiva que la evocación de los personajes y del costumbrismo portuense resultó un ameno paseo por el tiempo. Ya adelantó Margarita Rodríguez Espinosa, directiva del IEHC, que iba a ser así.
José Javier Hernández describió el peculiar y paciente caminar de Adelita Benítez, especialmente el día en que, en su habitual paseo,sustituyó su bolso habitual por una vieja tapa de caldero. Inexplicable, salvo confusión incomprensible.
Habló del hongo en su segunda historia. El hongo que se cultivaba y aparecía en las casas, cuyos moradores se atrevían a curiosear e investigar… y hasta degustar algunas cualidades. El hongo, sin clorofila, con sus características biológicas y con su reino propio, diferente del animal o vegetal.
La tercera historia apasionada la dedicó al matrimonio Cándido Chávez y Carlota Savatry, ella de nacionalidad francesa, sensible con el hecho cultural y con el mundo de la ilustración. El compromiso de ambos con los afanes educativos y los avances de la enseñanza en tiempos de la posguerra española fueron condensados en una atinada síntesis descriptiva de la personalidad de ambos.
Ya que José Javier Hernández hizo un guiño durante su exposición a lo que nos ocurrió el día del fallecimiento de la señora Savatry, contemos brevemente.
El hecho sucedió en los primeros años de la década de los sesenta. Con 11 años, cursábamos primer año de bachillerato cuando los promotores del festival lírico-musical incluido en la conmemoración de la festividad de Santo Tomás de Aquino (entonces, 8 de marzo), en el colegio de Segunda Enseñanza Gran Poder de Dios, nos encomendaron el papel de presentador. Ensayamos con evidente entusiasmo, igual que los demás alumnos. Nos preparábamos para el que iba a ser nuestro debut en un escenario. Pero...
Llegó el día del festival, programado un domingo al mediodía en el antiguo colegio de los padres agustinos. Antes de empezar, expectación y ganas de que todo saliera bien. El público llenó el salón de actos. Profesores y familiares entre los asistentes.
Cinco minutos antes del comienzo, se presenta Ofelia Espinosa Córdoba, que, además de enseñar algunas asignaturas, oficiaba como secretaria del colegio y con rostro muy serio transmite a Jesús Hernández Martín, profesor y director de la programación cultural de la conmemoración, una mala noticia:
-Acaba de fallecer Carlota Savatry. Vamos a pensar en la suspensión del acto.
Doña Carlota era una de las componentes del Patronato del Colegio, siempre muy apreciada. Hernández negó con la cabeza:
-¿Cómo vamos a suspender? La gente ya está sentada y los chicos, aparte de haber ensayado muchos días, están muy ilusionados. Sería una faena desbaratar todo esto.
Y a continuación se le ocurrió la solución. Con voz determinante, nos señaló y dijo sobre la marcha:
-Matías Prats (como coloquialmente nos llamaba ‘el maestro’), sal al escenario y tras saludar, dices que se va a guardar un minuto de silencio en memoria de doña Carlota Savatry, benefactora e integrante del Patronato del Colegio de Segunda Enseñanza Gran Poder de Dios. Rogamos que se pongan en pie.
Dicho así, era fácil de memorizar y expresar. Pero nos negamos. No pudimos con el trance, aquello resultaba muy riguroso o muy exigente.
-No, don Jesús, yo no digo eso.
La cara de Ofelia era un poema y los alumnos más cercanos que vivieron de cerca el momento no salían de su asombro.
Hasta que el propio Jesús Hernández Martín, muy circunspecto, asomó su rostro entre las gruesas cortinas y dijo aquellas palabras que no pudimos, no quisimos y no supimos manifestar.
El silencio era imponente y transcurrido el minuto reservado, corrieron las cortinas y ya liberados, escuchamos la primera ovación de la jornada. Luego cumplimos el cometido de presentación que nos habían asignado.
El debut, en cualquier caso, registró esta contingencia.
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