Los informativos de fin de semana ya cuentan con una sección fija: secuelas del botellón. Los periódicos han de prever dos o tres páginas (además de la primera) para la cobertura: balance del botellón. Los ayuntamientos se están viendo desbordados en sus previsiones; la policía y los cuerpos de seguridad se están sintiendo insuficientes. En varias capitales y en otras ciudades, especialmente, las costeras, con consumo desenfrenado e irrespeto de normas, siquiera elementales, se ha pasado de los incidentes al vandalismo, por no decir violencia incontrolado. Las imágenes, las editadas para visualizar, no engañan: un desastre.
El retorno del botellón, que ha venido para quedarse.
Hace unos años, aún con responsabilidades públicas municipales, casi todo se reducía a concentraciones de jóvenes en determinados núcleos, con la música de los altavoces de los coches o de sofisticados reproductores a todo meter, para desazón de los vecinos próximos que se cansaban de llamar a la policía (Algún resultado de la experiencia de entonces: cuando la patrulla o las unidades móviles de entonces llegaban al lugar, el rechazo, entre abucheos, la agresividad y señales de desaprobación, era notable y las opciones de intervención producían efectos peores pues si la chispa saltaba, la alteración consiguiente amenazaba con ser incontrolable. Cuando la presencia policial en los polígonos, los descampados o las urbanizaciones era estática, o sea, esperaban a que llegaran quienes querían divertirse a sus anchas hasta desembocar en gritos y algaradas, se producía un llamativo efecto disuasor: se iban a otro sitio o aguardaban a que la policía terminara su turno).
La pandemia acabó de enredar los modos de diversión. Concentraciones en plena vía pública sin reservas, de modo que la diversión pasara de cánticos, coros y bailes al desenfreno casi absoluto. Cabe deducir que el consumo de todo tipo de sustancias tóxicas generaba, en tiempo variable, tal suerte de desórdenes que lo de menos era que los servicios de limpieza comenzaran su labor aún de madrugada o al despuntar el alba para que vías, plazas, parques y recintos públicos quedarán decentes después de la melopea que induce a los participantes a cantar o expresar de otra manera su ánimo. El confinamiento, las retenciones y los toques de queda funcionaron como un corsé que, cuando se aflojó o lo liberaron, entre la desobediencia y el irrespeto a normas elementales, desató esa especie de catarsis que busca evitar su reflejo en las páginas de sucesos. Será difícil evitarlo; salvo que las características de la estación invernal influyan en sentido favorable y quiten ganas de hacer estas cosas a quienes las protagonizan.
El retorno del botellón, esa peculiar forma de divertirse y pasarlo bien. Pero, claro otra cosa, es abonarse al vandalismo. El fenómeno se incrementa. La controversia está servida: si los poderes públicos no pueden controlarlo, tendrán que pensar en otro tipo de medidas hasta hacer ver a los jóvenes que la diversión está reñida con los tumultos, las correrías y las revueltas. Y el sector privado debe pensárselo: los jóvenes tienen derecho a pasarlo bien de forma barata, ajustada a sus ingresos.
La ley de prevención del consumo de bebidas alcohólicas en la infancia y adolescencia, en vigor desde mayo de 2018, tiene que funcionar mejor e ir acompañada de acciones operativas, bien comunicadas, que fomenten la prevención y la educación.
Si el botellón ha venido para quedarse, hay que combatirlo desde la racionalidad.
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