La presunta agresión homófoba, que no fue tal, denunciada por un joven la semana pasada en Madrid, pone de relieve la imprudencia y la precipitación con que no deben adornarse estos hechos de indiscutible repercusión mediática.
Imprudencia es la propia acción del denunciante que no ha hecho ningún favor a quienes, más o menos estructurados, vienen luchando respetablemente por los derechos, la integración y la dignificación de la convivencia, independientemente de su condición sexual. La primera conclusión, entonces, es que con estos asuntos no se puede frivolizar, porque hay conductas tipificadas como delitos y mucha gente se va a sentir todavía más remisa y más condicionada a la hora de denunciar, sencillamente porque cree que nadie se lo va a creer. Hay estadísticas que señalan que la infradenuncia en este tipo de hechos ronda entre el 80 y el 90 %.
Lo ocurrido, en cualquier caso, no empece (del verbo empecer) para minimizar los discursos de odio y de exclusión que existir, existen. Y algunos, cada vez más encendidos. Guste o no, hay personas que se mueven muy a gusto en esos ámbitos. Hay algunos registros, en sectores y redes sociales, claramente orientados al fomento de los delitos de odio. Por consiguiente, no se puede banalizar ni ceder a la tentación de frivolizar con determinados hechos, como la denuncia que trascendió.
Hay árboles que no deben ser obstáculo para ver el bosque espeso e intrincado del odio que abona la polarización de las relaciones humanas y de la evolución política, con un debate proclive a los radicalismos.
Si el ministro del Interior, Fernando Grande-Marlaska, pide con acierto que no banalicemos estos asuntos, también es importante desenvolverse con mesura y sin precipitaciones. No se trata de ocultar o reservar información sino de asegurar que las valoraciones estén fundamentadas para hablar y decidir con garantías. Los grupos políticos, en su deber de tomar constantemente el pulso social y de esclarecer hechos y responsabilidades políticas, deberían corresponder con un tratamiento de sus iniciativas bien dimensionado. Los medios de comunicación no estarían al margen de estas consideraciones.
El caso es que la proliferación de los delitos de odio conduce a la puesta en marcha de una comisión de seguimiento en el marco de un plan de lucha específico. Ojalá sea productiva y no se convierta en otro campo de pugnas dialécticas o de estériles afanes. Este clima creciente y enrarecido, en el que resulta difícil encontrar soluciones o propuestas constructivas, aconseja que desde algún órgano se fijen, por lo menos, los ejes en torno a los cuales debe girar el marco de la lucha contra los delitos de odio.
Algunos no van a encontrar bandejas tan fácilmente servidas como la de la denuncia del barrio madrileño de Malasaña. Otros deben ser conscientes de las consecuencias de un comportamiento frívolo e inmaduro. Y todos, en fin, han de corresponder a la necesidad de eliminar factores que alteren la convivencia social.
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