miércoles, 22 de septiembre de 2021

NO HABÍA CONEXIÓN ENTRE El TENEGUIA Y GODÍNEZ

 

A la salida de una tertulia televisiva, Antonio Salazar, buen periodista y amigo (aún sigue apareciendo La gaveta económica, una iniciativa editorial suya), comenta que ha echado en falta alguna alusión al episodio que, de forma colateral, animó en Tenerife la erupción del Teneguía (La Palma), de la que se cumplen, por cierto, cincuenta años.

Efectivamente, en el imaginario colectivo quedó para siempre un hecho, si se quiere anecdótico, pero que movilizó a no pocas personas para acudir al lugar de los hechos, con el fin de comprobar si alguna de las múltiples causas que se esgrimían para explicar aquel fenómeno que ahora volveremos a relatar era verosímil o tenía fundamentos para creérsela.

Fue a principios de los años setenta del pasado siglo. Sin exageraciones, un fenómeno natural de difícil justificación científica produjo un auténtico revuelo popular. En los pueblos de la comarca, casi no se hablaba de otra cosa mientras, en paralelo, el volcán palmero era visitado por científicos y enviados especiales que cubrieron el suceso cuyos antecedentes más recientes en el tiempo eran los del volcán de San Juan, cuya erupción ocurrió en 1949, en el término municipal de Los Llanos de Aridane. No se ha insistido en ello, por cierto, pero mucha gente se quedó sin nada y el impulso a la emigración, sobre todo hacía Venezuela, fue notable. Sin radio ni televisión, aquel fue todo un acontecimiento.

Sería bueno describir que el imaginario colectivo o popular, es definido por la periodista y Máster en Desarrollo Personal, Vanessa González, en Lifeder, como “un conjunto de símbolos, costumbres o recuerdos que tienen un significado específico y común para todas las personas que forman parte de una comunidad. La imaginación colectiva examina la naturaleza del espíritu creador de las sociedades que se deleitan en la invención. También analiza cómo los núcleos culturales de las sociedades creativas energizan y animan a los sistemas económicos, sociales y políticos”. Muy apropiada su descripción para comprender lo que ocurrió entonces.

Ocurrió en el barranco de Godínez (Los Realejos), en las cercanías de la antigua Carretera General del norte que conducía hasta Icod y Buenavista. Aún hoy se puede transitar.

Alguien que una noche cruzaba a oscuras el barranco escuchó una especie de respiraciones. Se asustó, echó a correr y al día siguiente lo contaba a familiares y amigos.

No hizo falta mucho para que la curiosidad se agigantara y comenzara el desfile hacia Godínez. Gentes del pueblo pero también venidas de localidades cercanas, principalmente del Puerto de la Cruz, se concentraron en los márgenes de la carretera y en los senderos que conducían al fondo del barranco para especular y dar su particular versión. Horas y horas, hasta bien entrada la noche, Godínez fue ruta de curiosidad y peregrinación.

Las respiraciones eran una especie de desahogo, lo que entenderíamos como un escape, como un soplido. Al coincidir con la erupción del volcán Teneguía, en La Palma, se quiso encontrar ahí la razón de aquellos soplidos o de aquellos extrañísimos desinflamientos. Allí estuvimos varias noches y así lo sentimos. El geólogo portuense Telesforo Bravo, y su yerno Juan Coello, casi sin quitarse las cenizas que habían acumulado en sus ropajes mientras seguían in situ cómo emergía el Teneguía, lo negó. No había relación alguna.

Pero la leyenda cobró otros derroteros.

A la hora de ofrecer explicaciones, llegó a hablarse de los jadeos y del éxtasis de una pareja que exteriorizaba su placer de forma digamos tan desaforada. Hasta se hizo recuento de criaturas nacidas al cabo de nueve meses para señalar que se aprovechó el fenómeno para hacer el amor en cualquier cueva o rincón del barranco. Una venta localizada al borde de la carretera agotó las existencias de vino, pan y carne de cabra.

Desde el Puerto de la Cruz se organizaron verdaderas excursiones. En una de ellas, uno de los hermanos Pérez, mecánicos de pro, llevó una batería y un potente foco supuestamente para alumbrar los pasajes más recónditos de Godínez y poder disparar sobre el bicho con una escopeta de aire comprimido.

Porque alguien apuntó la posible existencia de un animal, de un avechucho, recién nacido, malherido o atrapado en el follaje o en algún hueco del barranco como causa de aquellas respiraciones que llegaban a producir escalofríos en las mujeres y en muchos hombres.

Allí nació la leyenda del bicho. El bicho del Realejo o el bicho de Godínez. El periódico 'La Tarde' se hizo eco en varias ediciones de la controversia. Fueron unos reportajes deliciosos.

Y allí quiso disparar el popular Gilberto Hernández, a quien Manolín González, si no estamos errados, había provisto de una escopeta de balines. Se lo pasó muy bien con el mecánico Pérez a su lado, a quien ordenaba la orientación del foco.

Gilberto tuvo en Godínez una de sus genialidades: el padre Rubén, animado por las historias que le llegaban a su parroquia, se acercó una noche para comprobar qué había de serio en todo aquello. El cura trataba de explicar algunos fenómenos geológicos para hallar similitudes hasta que Gilberto le interrumpió:

-Para mí, padre, se trata de un alma en pena que está vagando en el infierno y quiere salir aunque esté abrasado.

-¡Hombre, Gilberto! No diga usted eso, deje el infierno tranquilo que bastante dolor tienen los que están allí-, replicó el padre Rubén, mientras Gilberto y acompañantes contenían las ganas de la carcajada.

En la oscuridad de la noche, apareció también Gregorio Avalos, un pintor acuarelista, precursor del cabello largo de The Beatles y que intentó en cierta ocasión suicidarse en Las Cañadas con un tubo de aspirinas. Tenía una peculiar forma de hablar, muy castellanizada:

-¡Jesús, qué oscuro está esto!

En ese momento, el mecánico Pérez encendió el foco y lo dirigió al rostro del artista:

-Soy Avalos, el pintor, ¿no me reconocen?

Se pedía y se guardaba silencio cuando se escuchaban las respiraciones (sic). Alguien pretendió grabarlas pero no tuvo éxito. Algunos guardaron posiciones estratégicas, en las proximidades de los "núcleos de emisión", como para localizarlos y salir de dudas. Hasta que el silencio se veía alterado por un grito:

-¡Galano!, échate un metro p'abajo, muchacho, a ver si sale el bicho y te pica.

En las páginas de 'La Tarde' de aquellos días, como dijimos, ha quedado reflejada la opinión del catedrático Telesforo Bravo, quien negaba la posible relación de aquellos extraños ruidos con la erupción volcánica de La Palma.

Centenares de personas se agolparon en la carretera, el hombre de la venta debió hacerse rico con el chorizo y la carne de cabra, alguien se quedó con las ganas de disparar y cobrar pieza, puede que alguna pareja haya aprovechado la ocasión para unos arrumacos o algo más, puede también que algunos hayan "visionado" al bicho... pero lo cierto es que la popularidad del fenómeno fue decreciendo a medida que pasaban las fechas y allí, en Godínez, no pasaba nada. No, no había conexión entre el Teneguía y Godínez.

Pero en la pequeña gran historia del municipio, en ese imaginario colectivo, quedó este episodio, tan peculiar y tan popular. Tal fue así que aquel barranco (con el paso del tiempo y el trazado de la nueva autovía del norte, más aislado o más lejano) recibió, naturalmente, el sobrenombre: barranco del bicho.


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