Lleno absoluto en el Instituto de Estudios Hispánicos de Canarias (IEHC) para acoger la presentación de la novela, la primera novela, de José Javier Hernández García, Agua de toronjil y caña santa (Le Canarien ediciones). Expectativa de las grandes ocasiones, esas cinco o seis que se dan al año para dar lustre a la intensa producción cultural e intelectual de la entidad. Ya el título se prestaba; si, encima, la prosa narrativa del autor iba a ser introducida por Margarita Rodríguez Espinosa, todo confluía en una convocatoria éxito de crítica y de público que es como se decía antes, cuando este tipo de actos no abundaba y la estela se prolongaba durante unas cuantas fechas. Claro: apenas había fotos, los magnetófonos eran excepcionales y si acaso una referencia periodística publicada varios días después. Ahora salimos en streaming y si el recinto está a rebosar, como ocurrió, pueden acceder a la red y no perderse la oportunidad. Hasta rememorarla cada vez que se quiera.
Rodríguez Espinosa hizo una presentación primorosa,
documentada, amena, atractiva, apoyada en su capacidad memorística y hasta en
la genealogía familiar, enriquecida, en fin, con sus años colegiales y con sus
respectivos cometidos profesionales.
Confesó que había pedido autorización al escritor para empezar su
presentación hablando de él, de su autor, “tan celoso de su privacidad y tan
demasiado modesto sobre todo en lo que se refiere a sus méritos literarios”. Lo
hizo –otra confesión- “porque no se puede entender su novela, su primera novela,
sin conocer cómo se hizo el valioso bagaje con que va a poblarla”.
Y es que, como desveló la profesora Rodríguez, el
José Javier niño y adolescente “fue uno de nuestros más imaginativos aliados en
la cruzada de salvar para la diversión y la aventura la etapa escolar. Sin
embargo, mientras otras comprometíamos todas nuestras energías en el
enfrentamiento con los adultos, él nunca tuvo a estos por los enemigos
naturales de la infancia que eran, y consiguió de ellos, de sus vecinos, de los
amigos de sus padres, de sus tíos y tías, de las visitas, de las personas que
pasaban junto a aquella ventana de su casa terrera de la calle del Peñón
información privilegiada: infinidad de historias, de noticias de personajes,
lugares y sucedidos, que luego recordará mágicos en su tarea de narrador nato.
Lo que yo entonces atribuía a un secreto poder hipnótico que ejercía sobre los
mayores, luego entendí que en realidad se trataba de interés sincero y
curiosidad viva por la gente y sus costumbres, por la naturaleza, por la
historia de las palabras y de las cosas y por la vida que empezaba. El poder
secreto de José Javier era y sigue siendo esa atención a lo que lo rodea, su
prodigiosa memoria y su facultad para narrarla”.
La presentadora ilustró con algunas fotos y reproducción
de grabados o textos la información seleccionada sobre el autor de la novela.
Luego explicó que ‘Agua de toronjil y caña santa’ brotó de “su preocupación por
nuestro patrimonio, al que ha dedicado su trabajo como investigador; de su
infinita curiosidad por el aspecto más humano de su historia, que suele ser
leitmotiv de sus relatos; del trasfondo de sus poemas, y de la agudeza y
sutileza de sus haikus; de sus lecturas, de sus músicas y de sus recorridos de
senderista. Este nuevo libro suyo lo escribió un poeta y un cuentero”.
Y es que, según anticiparía, Hernández utiliza
recursos de poeta para contar la historia y para nombrar la belleza, muy implicada
en los orígenes del lugar en que sucede. Nadie sabe bien por qué su fundadora eligió
aquel sitio, la caleta que luego llevaría su nombre. Pero todo apunta a que fue
de verdad el encanto del paraje la causa de que la Bella Isolina se detuviera
allí, por mucho que influyeran su cansancio y el de su burro.
Margarita Rodríguez Espinosa admitió que Isolina
tiene varias caletas de aguas transparentes, varios fondeaderos, tres limpios, un
fielato, una pescadería bulliciosa y un verseador que recita voluntariamente
encaramado a un almácigo partido en dos por un rayo.
Claramente su intención no era destripar la novela
ni revelar el final, ni mucho menos, pero avisó, “aunque ustedes lo van a
descubrir desde el comienzo de su lectura, que la Caleta de Isolina tiene una
calle de las Tiendas, otra de Las Cabezas, una calle Quintana, un muro de San
Telmo como el que construyó Matías Gálvez, una Casa de la Real Aduana, y hasta
otra de baile y teatro, edificada con una estructura de madera de aire colonial
que nos recuerda mucho al pabellón que se trajeron los hermanos Gustavo y
Guillermo Wildpret desde la Exposición Internacional de Bruselas en 1910 y que
fue instalado en la Playa de Martiánez entre los años 1911 y 1912 para ser
utilizada como local de ocio y recreo. Esta edificación terminó desguazada,
como relata en sus crónicas Antonio Galindo Brito. La de la Caleta, sin
embargo, de otro origen y probablemente de otro tiempo, fue devorada por un
pavoroso incendio, como presagiaban los viejos caleteros y algunos
cabañueleros, que llevaban tiempo pensando si esa estructura de tanta madera de
la Casa no peligraba por la mucha candela encendida desde el atardecer y el
mucho visillo movido por la brisa. [Y] Una noche comprobaron que no se habían
equivocado en sus presagios”.
Claro, sin destripar, entramos del lleno en la geografía local. “Además de lo dicho –describió Rodríguez Espinosa- también tiene la Caleta de Isolina una ermita de San Amaro, un convento de monjas frente a la iglesia y un camino del Ciprés, histórica vía de comunicación entre dos pueblos vecinos por la que en esta novela transitan una mula y su mulero, figuras esenciales de la historia que cuenta”.
Pero es que además, agregó, sus habitantes son afables de trato, respetuosos y hospitalarios; pues igualito que el carácter de los portuenses, que, como asegura José Agustín Álvarez Rixo en su Descripción Histórica, “en general es pacífico, tímido y hospitable, particularmente con los extranjeros”.
Y ahí escenifica José Javier Hernández su novela,
allí donde se suceden cosas naturales y cosas prodigiosas. El autor agradeció
el contenido de la presentación y la predisposición de sus fuentes para
construirla. Con “Agua de toronjil”, una agüita más de aquellas que todo
sanaban o remediaban, el autor describe las señas de identidad de los
pobladores, las viejas fábulas y los dichos que circulaban con pasmosa facilidad,
entre los verosímil, lo ficticio, la deformación y la exageración.
Estuvo ajustado Hernández que no perdió la mesura
pese al entusiasmo y las ganas de aplaudir que se adivinaba entre los
asistentes. Al catedrático de instituto y actor, Juancho Aguiar, quien leyó un
curioso fragmento del libro; y al guitarrista Juan Miguel Castellano, que
interpretó dos temas dedicados al Camino Ciprés y a Mequinez (el nuestro, el
ranillero), les correspondió el colofón de un acto brillante y memorable.
Al final, a la salida, no faltó ni la lluvia que
parecía anunciar el invierno.
2 comentarios:
¡Excelente reseña! Enhorabuena a José Javier Hernández.
Pues, sin duda, tendré que leerla. Gracias al autor, a Margarita y a Salvador por fomentar en mí este acercamiento
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