El
insulto se ha residenciado como rutina perversa en el curso de los debates
políticos, en general, de la sociedad española actual. De la mañana a la noche,
a través de diversos medios de comunicación, una cascada de palabras gruesas y
afirmaciones ofensivas nos inunda día tras día, con cualquier pretexto y casi
total impunidad.
Hay
un montón de ejemplos. El penúltimo es el de Isabel Díaz Ayuso, presidenta de
la Comunidad de Madrid que, en el curso del pasado debate de investidura, llamó
hijo de puta, desde la tribuna de invitados del Congreso de los Diputados, al
entonces candidato, actual presidente, Pedro Sánchez. La cámara estaba allí y
captó el movimiento de los labios de Ayuso, que se apresuró –ella y su guardia
de corps- a desmentirlo pero el algodón de las imágenes no engaña y optaron,
horas después, cuando la evidencia era palmaria, por una rectificación muy de
su estilo, la cual, aunque rimara, no era demasiado afortunada: “Me gusta la
fruta”, dicen que dijo la presidenta. Mentiras, una vez más.
Las
repercusiones posteriores al incidente –incluida esa inclinación del derechío a
tomarse estas cosas en broma y con sorna- no se hicieron esperar: donde hay
mayoría, vale todo, según ha ido imponiéndose, para eso somos los que mandamos
y ya saldrá el sol por donde quiera, que mientras mandemos, que “se jodan”,
otra ilustrativa expresión hace unos años de una diputada, hija de Carlos
Fabra, el que fuera presidente de la Diputación de Castellón y de la sociedad
pública que gestionaba el aeropuerto de aquella ciudad, a quien Mariano Rajoy,
en su época de presidente del Gobierno, calificó de “ciudadano ejemplar”
mientras el asunto ya estaba residenciado en vía judicial. Después, cumplió
condena hasta que renunció a su cargo y
a la militancia en el Partido Popular.
Pero
bueno, de quien hablamos es de Ayuso y su exabrupto, muy impropio de una
dirigente política relevante, pronunciado, además, en un lugar pomposamente
denominado en algunas declaraciones institucionales ‘templo de la palabra’ (De
expresiones como la referida, no, desde luego. Cualquiera, con un mínimo de
sensatez y educación elemental, lo sabe). Alguien debería decir a la presidenta
Ayuso que insultos como el suyo son inasumibles. Por muy ‘afrutados’ que
intenten disfrazarlos. Si a estas alturas todavía no se ha entendido que el
lenguaje es arma decisiva para ahuyentar a la gente de la política y fomentar
el desapego, es que falta mucho para alcanzar la madurez democrática.
Quienes
se quejan de la falta libertad de expresión y no son capaces siquiera de
reprobar ese tipo de manifestaciones o de argüirlas con buen criterio y
fundamento, deberían reconocer que se equivocan. Que ese es el camino
equivocado. La política, en general, se ha degradado, precisamente por la vía
del empleo de un lenguaje inapropiado y tabernario que no favorece, ni
muchísimo menos, la convivencia, el respeto, la tolerancia y la credibilidad.
El asunto ha alcanzado tal nivel en algunos casos que ya los que conservan la
virtud de aguantar lo que les echen se extrañan de que los telepredicadores o
jinetes indómitos de las ondas, una noche o en un programa cualquiera, no
larguen por esa boca las “lindezas” –y no queda más remedio que entrecomillar
el término- que ha caracterizado su estilo y les ha distinguido.
El
escritor y paisano Juan Cruz Ruiz propuso, en su obra “Contra el insulto”,
tomar conciencia del problema y contribuir a eliminar de la escena pública el
insulto como recurso habitual. Muy recomendable su lectura. Desgraciadamente,
hay muchos afectados. Pero Ayuso ha quedado estigmatizada para los restos.
Simplemente, hay que erradicar las injurias. No se pide refinamientos
dialécticos. Solo educación y respeto. Para ser mejores ciudadanos y mejores
demócratas.
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