Falleció ayer la periodista y escritora, profesora de la Universidad de La Laguna, Olga Álvarez de Armas, hija de Luis Álvarez Cruz, ilustre autor en el panorama insular de las letras.
Olga Álvarez trabajó, entre otros medios, en Diario de Avisos y perteneció a la antigua Asociación de la Prensa de Tenerife (APT), hoy Asociación de Periodistas de Tenerife. Licenciada y doctora en Ciencias de la Información por la Universidad Complutense de Madrid, impartió clases en la Universidad de La Laguna. Nos confió la presentación de su último libro, Pretérito imperfecto (Tauro Ediciones), que tuvo lugar en el Instituto de Estudios Hispánicos de Canarias (IEHC) el lunes 6 de octubre de 2013. En su intervención, la escritora puso de manifiesto su pasión por la escritura. En el coloquio que siguió, explicó el alcance de sus sentimientos.
En aquella oportunidad, dijimos lo siguiente:
“La pasión, la pasión por escribir no conoce tiempos verbales. Por lo tanto, la autora de este libro, la profesora Olga Álvarez de Armas, escogió muy bien su título, si es que la idea que sustanció fue hurgar en el pasado con ánimo de cribar tanto trabajo y tantas publicaciones y contrastar, con la perspectiva del tiempo, el ánimo y el apetito que volcó en cada una de aquellas impresiones y experiencias que plasmó a poco de producirse.
Igual la descubrió -para cultivarla y conservarla de por vida- en aquella visita a la oficina donde trabajaba su padre, Luis Álvarez Cruz, que describe en el prólogo elaborado por ella misma y en la que asimiló, de una vez, el tecleo de las máquinas de escribir, las enormes bobinas de papel para la rotativa “y el olor tan especial de la tinta y el plomo fundiéndose…”.
Situemos ahí el origen remoto de la pasión por escribir de Olga. Como le sucedió, con un relato paterno, al escritor y poeta colombiano Darío Jaramillo Agudelo, quien se apresura a distinguirla del “oficio de escribir”, si se entiende oficio, como él mismo dice, “en el sentido de profesión y no en su acepción de taller o de gnosis solitaria o aprendizaje eterno”.
Entonces, que el término pasión aparezca muchas veces en las ciento cincuenta y siete páginas de este libro, revela lo que han sido el periodismo y la escritura para su autora, algo consustancial que ya se apreciaba en sus primeros textos publicados. Olga siempre quiso volar alto: para ella, una entrevista, penetrar en las entrañas de un personaje, de un científico o de un artista, no podía dejar indiferente al lector. Y por eso acudía a preguntar sabiendo no solo lo que preguntaba sino la personalidad, la trayectoria de quien aceptaba el interrogatorio, el libre juego de cuestiones y respuestas. La periodista escogía muy bien la figura del entrevistado, las más de las veces sin estar urgida por la actualidad. Salía en su busca como quien sale segura de obtener un testimonio que va a interesar.
Cuando no, es a partir de alguna experiencia vivencial, de algún episodio en el que, sin voluntad protagónica alguna, deduce un hecho reseñable que enriquece el texto hasta proporcionar un valor humanista y periodístico. Eso también es pasión.
En las trece entrevistas que incluye en Pretérito imperfecto, publicadas en El País y Diario de Avisos, Álvarez, que hasta hace muy poco ejercía como docente en la Facultad de Ciencias de la Información de la Universidad de La Laguna, destila la pasión que se precisa para dialogar con personas tan dispares como María Casares, Montserrat Caballé, Salvador Espriú, Miquel Barceló o Giorgio Strehler. Por no hablar de escritores como Juan Carlos Onetti o Carlos Fuentes. Y no digamos de los canarios Antonio González y González, Domingo Pérez Minik, Francisco Aguilar y Paz, César Manrique y Francisco Borges Salas que, junto a Ernesto Salcedo Vílchez, desfilan por estas páginas sin otra solemnidad que la de unas respuestas francas, válidas para descubrir o abonar su singular personalidad.
De no haber puesto pasión, Olga Álvarez no hubiera accedido al teatro Reina Victoria, de Madrid, para asistir al estreno de El Adefesio, de Rafael Alberti, cuyo papel estelar estaba reservado para María Casares, la hija del que fuera presidente del Gobierno en el momento que comienza la guerra incivil, Santiago Casares Quiroga. No tenía entrada ni invitación pero la representante teatral de Alberti ofició para que la dejaran pasar “a gallinero”, desde donde gritó ¡Libertad! y ¡Amnistía! como una más de las que abarrotaba el recinto. Esa noche cenó a solas con la actriz culminando las emociones de una jornada inolvidable, apasionante.
Le hace confesar, en plena enfermedad, a Montserrat Caballé, con toda naturalidad, su régimen alimenticio y le arranca a Juan Carlos Onetti, en vísperas de recibir el premio Cervantes, todo un alarde de modestia y humildad que acaso sea un adelanto del que hoy en día luce su paisano, el presidente de la República Oriental de Uruguay, José Mujica. No tenía chaqué para recoger el galardón y cuando fue interrogado sobre el contenido de su intervención dijo que hablaría de la libertad.
Se encontró la autora con un Salvador Espriú muy exigente consigo mismo, el hombre que jamás leía la prensa y revelaba que él, sencillamente, era “un honesto aprendiz de escritor”.
Por pasión perseverante, seguro, asistió al ensayo que dirigía Giorgio Strehler, il maestro, como le decía todo el mundo. Fascinada por la personalidad del gran director italiano, se sentó a su lado y escuchó atentamente sus concepciones teatrales: “El teatro es el espejo de una sociedad. El instrumento con el cual una sociedad dialoga consigo misma”.
Y fue la pasión desbordante la que le hizo convencerse de que ella estaba allí, en la cena que ofrecía el inolvidable César Manrique antes de su primera exposición en Madrid. Acudió Adolfo Suárez, entonces presidente del Gobierno. El artista lanzaroteño la volvió loca con su insistencia: “Que esto se sepa en Canarias”.
Con Carlos Fuentes, el escritor mexicano que también ganó el Cervantes, dialogó en New York y le desveló que en La Laguna había una persona a la que ella admiraba por su aspecto y por su vestimenta, Anatolio Fuentes, entre cuyos ancestros estaba el autor de El ingenioso hidalgo don Quijote de La Mancha. “Mi abuelo era Cervantes”, fue la primera respuesta que Olga Álvarez transcribió de aquella entrevista en la que el escritor reafirma su compromiso profundo “con la tradición intelectual, estética, con la exigencia de la forma”.
Es curioso, y en cierto modo paradójico, que la autora haya titulado esta nueva entrega suya Pretérito imperfecto cuando en otra época empleó La memoria fértil para ilustrar una serie de entrevistas entre las que incluyó la que dedicó al pensador Francisco Aguilar y Paz, discípulo que fuera de don Fernando de los Ríos. De Ernesto Salcedo Vílchez dice que su ‘auctoritas’ inducía a que le llamara y considerara jefe, ‘el jefe’ de todos los que ha tenido, sobre todo después de haber compartido aquel homenaje que le tributó el grupo “Nuestro Arte” y en el curso del cual quien fuera director de El Día, en presencia de autoridades militares, civiles y eclesiásticas, que así se decía entonces, dijo que quería corresponder dedicando un tributo al director del periódico El Sol, de Málaga, que esa misma tarde había sido encarcelado y privado también de su carné profesional.
El elenco de las trece entrevistas incluidas en Pretérito imperfecto se completa con las visiones que ofrecen otros tres destacados intelectuales canarios: Antonio González y González, Francisco Borges Salas y Domingo Pérez Minik. Con éste, con el don Domingo de todos nosotros, hay otro pasaje revelador: “Toda mi vida es una pasión… Yo he sentido siempre una gran pasión por todo”, respondía a sus 84 años, cuando una entusiasmada Olga le arrancaba las cosas que ella buscaba.
El libro se completa con doce crónicas y artículos que reflejan el criterio de la autora en determinados momentos. Es el criterio contrastado en escenarios tan distintos como Milán, París, El Cairo, La Habana y Buenos Aires; y en las impresiones que condensó de Mario Vargas Llosa, almorzando en la sin igual playa grancanaria de Las Canteras; del mismísimo Naguib Mahfuz, otro Nobel de Literatura, rodeado de flores de plástico, tomando un café turco y contemplando por los ventanales el ritmo, la vida apasionante y seductora de una plaza cuyo nombre terminaría siendo emblemático, Tharir o plaza de la Liberación.
Estos textos reflejan la sensibilidad periodística de Olga Álvarez, metida también a editora por si algo faltaba a su trayectoria. En Madrid, ansiosa por ver teatro, descubre a Blanca Portillo en La vida es sueño; y vive intensamente Ainadamar, el drama lírico del argentino Oswaldo Golijov que trata de la relación de amistad habida entre la mítica actriz Margarita Xirgu y el escritor Federico García Lorca.
Con su hermana Isabel, y su cuñada Laura de los Ríos, hija de don Fernando de los Ríos, anteriormente citado, hizo de anfitriona cuando en el teatro Guimerá se estrenó Doña Rosita la soltera o el lenguaje de las flores, a cargo de la compañía de Nuria Espert dirigida por Jorge Lavelli. La experiencia fue suplementada cuando Álvarez las acompañó al debut en Granada, la primera representación después de su asesinato. Dejamos que descubran ustedes los sentimientos acumulados aquella noche, vividos no desde el palco sino detrás del escenario. Los describe brevemente la autora con escritura directa, con precisa descripción de lo acontecido.
Allí, en lugares privilegiados, propiciados o no, cerca de las personas cuidadosamente escogidas para llevarlas al papel impreso, en las mismas entrañas de los espacios que eligió para incursionar y para realizarse, ha vivido Olga Álvarez su pasión periodística, su trasegar por el mundo de la comunicación, el universo editorial y las aulas universitarias.
En Pretérito imperfecto queda la impronta de un trabajo riguroso, hecho con esmero, ameno, alejado de plúmbeas narraciones, demostrando que, más allá de un tiempo verbal, hay toda una experiencia profesional, pero también existencial, labrada con minuciosidad, “sin perder un ápice de la locura que un día apareció en [su] vida como un gran regalo”, como se encarga de consignar en el prólogo.
Ahora ya sabemos que su tiempo pasado está lleno de enseñanzas, percepciones y moralejas, plasmadas en estas páginas cuya lectura atraerá a periodistas y profesionales, pero también a quienes quieren conocer algo más de cuantos en ellas aparecen y de la autora misma.
O sea, si se permite la licencia, que no es tan imperfecto”.
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