La
respuesta fue mejor de lo esperado, tan habituados que estamos ya al
desapego y a la indolencia, así los problemas sean serios y
penetrantes. Y eso que las vísperas habían sido muy desalentadoras:
durante la mañana que comparecían en una comisión dos consejeros
del Gobierno, ocho personas contadas desplegaban una pancarta en el
exterior del Parlamento y proferían algunos eslóganes alusivos
mientras apenas diez, registradas, seguían la transmisión, vía
streaming, de la citada
comparecencia. Entre tanto, responsables políticos se entretenían
para ofrecer una versión inédita del pleito interinsular. Lo de
siempre, pensamos para nuestros adentros: ni las incógnitas ni los
posibles riesgos para la salud, “hasta el mar que nos abraza”,
incentivan el ánimo de la gente, estimulan la voz de la calle
siquiera para que los responsables ganen conciencia y sensibilidad.
Pero no: las calles de
Santa Cruz, desde la plaza Weyler a la de España, se poblaron al
mediodía del sábado de personas que no se resignan, que piensan en
estas y en las generaciones futuras, que saben que este problema hay
que atajarlo y que tienen derecho tanto a saber qué ha pasado y cómo
deben conducirse como a exigir explicaciones y soluciones de los
poderes públicos responsables. Lo de menos es el debate numérico:
lo importante es que la manifestación convocada por la Asamblea en
Defensa de Nuestra Tierra tuvo una respuesta que desbordó las
previsiones de los previstos operativos de seguimiento. O sea, que
por unas horas se rompió la soga gruesa de la pasividad y la
indolencia, esa que ata el proceder de los canarios, hartos ya de
estar hartos (con permiso del poeta), incrédulos o escépticos con
casi todo aquello que les afecta, pues para eso tienen frases
recurrentes a mano: ¡Qué suerte vivir aquí!
En los primeros días de
agosto, apenas conocidos los datos aportados por la formación
'Podemos Sí se puede' (con ellos empezó todo), escribimos que el
pueblo tinerfeño se merecía una explicación. Su denuncia, sin
exageraciones, desvelaba una auténtica calamidad pública: cincuenta
y siete millones de litros de agua sin depurar se vierten al mar
diariamente. Eran datos avalados por la viceconsejería de Medio
Ambiente del Gobierno de Canarias y la Universidad de La Laguna. A
ese volumen, habría que añadir, según un censo disponible, ciento
setenta puntos de la geografía insular donde se vierten aguas
residuales, de los cuales ciento veinte carecen de autorización para
hacerlo. Esto implica, decíamos, que en la isla solo se vierten algo
más de dos millones de litros de agua correctamente procesada,
mientras que el noventa y seis por ciento del total incumple la
directiva europea que rige en este ámbito. Por supuesto que muy
preocupante. Otras islas padecen situaciones similares.
Luego
vinieron las manchas de cianobacterias, algunas playas cerradas, el
desconcierto, las alarmas atenuadas por el estío, las inhibiciones,
los silencios y la errática política informativa gubernamental,
informes y estudios científicos y, para que nada faltare, la deriva
de la polémica pública de responsables institucionales. Hasta que,
sin apoyos mediáticos ni publicitarios, esa asamblea intitulada para
defender la tierra tan descuidada y tan destrozada tomó la
iniciativa para llamar la atención del personal y hacerle ver que si
el rumbo no se corrige, vamos proa al desastre. Porque ni marisco va
a quedar. Ha sido, ojalá, una respuesta esperanzadora de cientos de
personas sensibilizadas.
La otra respuesta, la
fehaciente de administraciones competentes y compañías
especializadas, las que cuidan -un suponer- de ciclos integrales de
agua, de tratamientos y depuración de residuales, de redes de
saneamiento, está tardando. Porque lo dicho: el pueblo se merece una
explicación creíble de lo que está pasando, de las consecuencias y
lo que hay que hacer en el futuro para frenar el agravamiento de esta
situación.
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