“La
soledad es y siempre ha sido la experiencia central e inevitable de
todo hombre”, escribió el norteamericano Tom Wolfe, considerado el
padre del “nuevo periodismo” y autor, entre otros muchos libros
de éxito, de La hoguera de las vanidades (Anagrama)
y Todo un hombre (Ediciones
B). Su afirmación será cribada ahora que desde el Reino Unido llega
una iniciativa política a la que habrá que prestar atención: la
creación por parte de la primera ministra Teresa May de un
ministerio de la Soledad, concebido como un instrumento de lucha
contra lo que se considera como una “epidemia social”.
Filósofos
y profesionales de distintas ramas analizan la soledad desde muy
distintos ángulos para obtener conclusiones diferentes. Por ejemplo,
el psicólogo Miguel Ángel Rizaldos estima que “habría que
diferenciar entre la soledad referida a estar solo sin nadie, y el
sentimiento de soledad”. Esta última apreciación entraña la
sensación de estar solo, aunque se esté rodeando de gente. Rizaldo
matiza que “también puede ser la combinación de ambas cosas:
estás solo y te sientes solo, consideras que no le importas a
nadie”.
Lo
cierto es que se incorpora al vasto campo de la política esta
cuestión que brota en plena sociedad del conocimiento o de la
comunicación, cuando, en teoría, más cerca estamos todos unos de
otros o mejor conectados. Que esa facilidad para saber de aquí y de
allá, para comunicar de forma más directa y más ágil, para
multiplicar las opciones en las redes de ciudadanía haya nutrido el
sentimiento o la sensación de soledad, haya propiciado el
aislamiento, resulta toda una paradoja.
Hay
unos nueve millones de personas que viven en soledad en el Reino
Unido. Y en España, según el Instituto Nacional de Estadística
(INE), cada vez hay más personas que lo hacen. En 2016, llegó a
contabilizar más de cuatro millones seiscientas mil personas que
habitan sin compañía, siendo el tipo de hogar que más aumentó,
alcanzando el 25,2 % del total de hogares. ¿Por qué se habla de
“epidemia social”? Probablemente porque no es el caso de personas
jóvenes que deciden por voluntad propia desenvolverse en soledad,
pese a vivir hiperconectados en plataformas o redes sociales, sino
también de mayores o ancianos que se desenvuelven sin apoyo externo.
Otras fuentes señalan que hasta un millón de personas mayores de
sesenta y cinco años viven solas en nuestro país. Es fácil deducir
que muchas pasan días y días sin hablar con nadie. Otra profesional
de la psicología, la tinerfeña Tamara de la Rosa, explica que este
aumento posiblemente se deba “más a un cambio de mentalidad y las
circunstancias de cada uno. Muchas veces el ritmo de vida,
obligaciones y responsabilidades dan poco margen para tener la vida
social que realmente nos gustaría”.
El
caso es que la soledad ya es un asunto de Estado en el Reino Unido.
Aquí creen que, dadas las circunstancias, hay que tratarlo como un
proceso de reeducación que requiere de una estrategia nacional que
afronte las consecuencias derivadas de una sociedad consumista en
exceso de conceptos publicitarios simplistas, pero, a la vez, también
generadora de una descohesión o de una desvertebración
considerables en tanto los desequilibrios sociales y económicos se
van acentuando.
Un
asunto de Estado. Que no lo estropee la política. Porque entonces va
a tener razón el poeta inglés John Milton: “La soledad a veces es
la mejor compañía”.
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