El
gobernador del Estado de Florida (USA), Rick Scott, puede que aún
aturdido por los efectos de la terrorífica acción protagonizada por
Nikolas Cruz quien disparó en la que había sido su escuela
secundaria hasta causar la muerte de diecisiete personas, declaró:
“Queremos que esto no vuelva a pasar. Debemos tener una
conversación real sobre este problema: ¿cómo prevenir que una
persona con enfermedades mentales toque un arma? La violencia debe
parar. No podemos perder otro niño por la violencia en este país”.
Sus palabras desnudan un serio problema en los Estados Unidos, donde
sucesos similares se van concantenando sin que se aprecien
determinaciones claras de los poderes públicos y de la sociedad
misma para cumplir el aserto del gobernador Scott: “La violencia
debe parar”.
Pero,
¿cómo? Pero, Dios mío, si fue hace apenas unos meses cuando
ocurrió aquel desequilibrante suceso en Las Vegas, donde un hombre
armado, contable jubilado, produjo la mayor matanza con arma de fuego
jamás registrada en la historia del país: cincuenta y ocho muertos
y quinientos quince heridos. Los datos siguen siendo demoledores: en
lo que va de año, mil ochocientas personas han perdido la vida en
Norteamérica por heridas de bala. Y desde 2011, doscientas mil
personas.
Oigan,
esto no es cualquier cosa, por muchos episodios crueles vividos con
anterioridad, para estupor y conmoción no ya de la ciudadanía
estadounidense sino de todo el mundo. Un mundo que va cavando su fin,
una sociedad enferma que no tiene explicación. Seguirán vendiendo
armas bajo no se sabe muy bien qué principios de autodefensa y
continuarán fomentando la violencia, la muerte y la destrucción.
¿Cuántos
sucesos como el de Las Vegas o el de Florida tienen que reeditarse
para que dejen de expedir armas de fuego a cualquiera? ¿Habrá más
lobos solitarios, como han sido calificados por las autoridades los
autores de los disparos, sean del perfil que sean? Es insuficiente la
declaración del presidente Trump: no basta con decir que somos una
gran familia, que rezamos por las familias y sus víctimas. O,
dirigiéndose a los niños, enfatice: “No estáis solos”. Pues
que se imaginen un incierto porvenir, mientras prevalezcan las
circunstancias, cuando se calcula que nueve de cada diez civiles
poseen armas. Entre la Constitución que ampara, la protección de
las libertades y una extraña suerte de aceptación natural del uso
de rifles, pistolas y revólveres, la cuestión es complicada. Los
republicanos se resisten a hacer concesiones en los intentos de
condicionar el acceso y la compraventa. El presidente Obama intentó
algunas limitaciones pero no cosechó votos suficientes. Entre unas
cosas y otras, pero cada vez con más niños y jóvenes muertos sobre
la mesa de cualquier diálogo, continúa el espanto y el punto final
sigue lejos. El problema, en el fondo, igual no son las armas sino
el odio. Y este se convierte en una especie de peste contagiosa. Al
mundo le queda la sacudida. No somos nadie. Y menos, en USA.
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