El
problema es que si la controversia de las tesis y de los títulos
académicos se prolonga, los daños pueden ser incalculables. A la
política en general. Y a la institución universitaria. El país no
está para polémicas laberínticas, mucho menos cuando se contrasta
que uno de los canales de expresión, las redes sociales, es un
inmenso y descontrolado espacio donde se entremezclan las falacias
con las más aviesas intenciones y los más reprobables denuestos en
el debate público, hasta convertirse en un cloaca opinativa, donde,
salvo muy honrosas excepciones, solo dan ganas de salirse e invertir
ese tiempo en algo más provechoso.
Basculando
entre el fanatismo y la ignorancia, están conduciendo las
diferencias a un abismo del que no se sabe cómo saldrán. Dañada la
política, porque la desafección hacia ella galopa desaforadamente,
entre aquellos escándalos de corrupción sobre los que aún la
justicia no ha terminado de echar doble o triple llave y los
comportamientos que en nada ennoblecen una tarea pública digna de
respeto. Y muy perjudicado un ámbito tan serio como el universitario
donde, ciertos episodios podrán ser la excepción pero por la
proclividad a generalizar, lejos de preponderar el rigor y la
seriedad que se presuponen, se desata una carrera de trapisondas y
fechorías que es un disparo a su línea de credibilidad.
Malos
tiempos; horribles pues, para dos soportes esenciales de nuestra
convivencia: la política, de por sí desprestigiada, con sus valores
cogidos con alfileres; y la universidad, una institución primordial
en los procesos sociales y en los avances de cualquier país.
No
es fácil erradicar los virus que han inoculado hasta producir unas
convulsiones preocupantes. Ya se encargan algunos, de todos los
bandos, de alentar el desasosiego en busca de réditos políticos
ante la proximidad de convocatorias electorales. Harían bien, en los
estados mayores o en la retaguardia, disponer de estrategias donde
prime la cordura y merced a las cuales sea posible reconducir
farragosas situaciones que, además, restan energía para dedicar a
cuestiones más importantes y más apremiantes. Salvo que se prefiera
el ruido y la furia tan característicos de los patios de colegio.
El
caso es que el estancamiento se agrava a medida que la investigación
periodística va descubriendo más deslices o más falsedades. Ni los
programas informáticos detectores de plagio sirven para frenar las
sospechas que terminan dando pie a pleitos, sabe Dios de cuanta
duración, que, a su vez, generan un clima enrarecido de relaciones
político-mediáticas cada vez más intrincado e inquietante.
La
España incierta, agitada, de horizontes difusos, acaso resignada
para seguir conviviendo entre sobresaltos y disputas, reflexiona
desesperanzadamente, consciente de que, en el fondo, todo obedece a
intereses que, por mucha legitimidad con que estén envueltos, su
radicalidad a ultranza los convierte en banderines que apenas
enganchan y si lo hacen ya es sin convicciones.
Política
deteriorada, universidad menoscabada. Es tan inevitable la desazón
que hasta el pensamiento, lo que nunca, se resiente. Lo peor es no
saber cómo terminará todo esto.
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