Resultará
una obviedad aplastante pero hay que remarcarla: siempre duele que la
cultura pierda un espacio, aunque sea mínimo. Es el caso del cierre
de la sala 'Timanfaya', del Puerto de la Cruz, anunciado por su
propia directora y arrendataria, Mónica Lorenzo, a partir del
próximo 1 de enero.
Las
redes sociales se han inundado de lamentos, denuncias y mensajes este
fin de semana. La cruda realidad es que Mónica Lorenzo arroja la
toalla porque hay unas obligaciones y unos gastos que no puede asumir
más tiempo: seguro que ha hecho más de lo que ciertamente podía,
enamorada del teatro y deseosa de que cualquier manifestación
artística tuviera cabida en aquel recinto que empezó acogiendo
proyecciones cinematográficas y luego, tras un primer cierre,
actividades de diversos tipos, incluso políticas.
Apostó
a sabiendas de que la ciudad no dispone de espacios adecuados,
especialmente uno así, mediano, con aforo para doscientas personas y
céntricamente ubicado. Aportó toda la ilusión que se precisa en
una promotora para dar salida a la creatividad individual y al
quehacer colectivo, tantas veces agotados precisamente por eso, por
no disponer de lugares adecuados.
Hay
que agradecerle a Mónica Lorenzo su iniciativa y sus ganas de hacer
cosas con la palabra, la música, las canciones, los libros, los
cuadros, el teatro y las artes audiovisuales. Suya no es la culpa,
desde luego. Al revés, al conocerse la decisión del cierre, no han
faltado los actos de contrición en las redes: si se ha llegado al
punto final, es porque mucha gente dio la espalda a las actividades,
creyó -acaso porque está mal acostumbrada- que la cultura es gratis
y no ofreció, en la mayoría de los casos, una respuesta en
consonancia. Claro que de poco sirve ya socializar las pérdidas.
Casi
siete años ha durado el esfuerzo, prácticamente en solitario, a
título particular o privado, con la única ayuda pública del
Cabildo Insular de Tenerife. El Ayuntamiento está pero no se le
espera. La impulsora y directora de sala, en una emotiva y realista
carta de constatación de la fatalidad, asegura que intentó
ahuyentar el derrotismo y se sobrepuso con compromiso, constancia,
creatividad y ganas, pero no han sido suficientes. La carencias han
podido más.
Y
es una lástima porque este cierre viene a cernir sus sombras sobre
un momento que ha hecho del Puerto de la Cruz una referencia de
quehacer cultural muy llamativa, con una oferta atractiva, por
variada y asequible. Sin embargo, no ha alcanzado para la sala
'Timanfaya'. Acaso lo ocurrido -salvo milagro postrero que lo impida-
sirva para debatir y reflexionar a propósito del modelo de política
cultural: si se puede desarrollar con escasos recursos humanos y
materiales o si se opta por el concepto ,
es decir, orientado a las medianas y grandes concentraciones de
público, trufándolas de tradiciones y recuperaciones etnográficas,
para terminar estando pendientes del impacto que la convocatoria,
globalmente considerada, genere en el tejido empresarial o comercial
del municipio. A tener en cuenta, por supuesto, como sucediera en el
pasado con usos y hábitos sociales, los cambios en las preferencias
de la población, muy condicionada por las derivadas del universo
digital y tecnológico. Cuando muchos creíamos que la cultura, la
convencional y la innovadora, podía “humanizar”, podía
devolvernos a esquemas con los que liberarnos, no retornando al
pasado precisamente, pero sí atendiendo a manifestaciones que
llenasen vacíos o desconexiones, ha resultado que ahora, al menos en
el Puerto, se ve privada de una sala con la que nadie presumía pero
a todos confortaba.
Bueno,
todos: todos a los que una actividad cultural, aunque hubiera que
pagar un precio módico, siempre atrajo; todos a los que gozarla o
disfrutarla implicaba un descubrimiento o un sencillo rato de gozo;
todos a los que, circunstancias al margen, les encendía el espíritu
cognitivo o crítico.
Adiós
a la sala 'Timanfaya'. Otra pérdida. Otra desazón. Ojalá no duren
mucho...
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