Por
primera vez en treinta y siete años, ayer, víspera de San Andrés,
fecha de tradiciones, no hubo castañas en espacios públicos del
Puerto de la Cruz. Cacharros sí que hubo, con menores y escolares
sobre todo, que mantuvieron vivo, al menos, el ruido característico
que, en otra época, cuando había que correr delante de los
guardias, y luego, cuando la cosa se modernizó pese a las
restricciones de las vías peatonales, era ensordecedor.
Precisamente, pensando en cultivar las tradiciones, en conocer su
origen, en fomentarlas y en evitar su desaparición, en hacer buen
uso del costumbrismo, se llegaron a hacer, a principios de la década,
en plena vía pública, talleres y actividades específicas que,
además de valor participativo, servían de animado marco de
convivencia. Algunas reminiscencias, las promociones de algún
establecimiento privado y los afanes en algún barrio, puede que
sorteando algunas exigencias, intentaron salvar el trance.
El
Puerto está acostumbrado a perder cosas, a que desaparezcan
iniciativas. En este espacio de la red, hemos escrito sobre el
particular. Algunas de esas pérdidas han sido dolorosas y aún hoy
sirven de evocación de un tiempo pasado, acaso más emprendedor o
más creativo.
La
tendencia ha terminado afectando a este fruto seco de temporada que
acompaña a vinos de estreno, a gofio amasado y a pescado salado. Ni
había castañas ni siquiera el olor característico de sus asaderos.
La gente curioseaba, reía con las ristras de latas y cacharros, con
alguna exageración y con selfies. Pero faltaban las castañas. A
principios de los ochenta, la celebración en plena plaza del Charco,
con las viandas antedichas, era casi multitudinaria. Después, se
produjo el traslado de los puntos de venta a la zona del refugio
pesquero, próxima al antiguo embarcadero, ya con alternativas,
desafiante al frío y con los extranjeros sin entender muy bien lo
que pasaba: cacharros, ruidos, vino, paella, pinchos, mejillones... y
castañas, siempre castañas.
Pero
esta vez no. Una de esas polémicas a las que tan dados son los
portuenses, con enfoques plurales pero casi siempre caracterizadas
por los intereses particulares y los personalismos, ha primado sobre
el tipismo consumidor y ha habido que saborear las castañas y el
vino en otros sitios. El gobierno municipal no otorgó las
autorizaciones correspondientes: muy inseguro debe andar con las
concesiones administrativas, con los mercadillos al aire libre y con
la ocupación de la vía pública que, al final, temiendo alguna
consecuencia que complique más los antecedentes y alguna resolución
judicial pendiente, no se atrevió a expedir siquiera un permiso
temporal o provisional. Se echa en falta alguna explicación clara y
coherente, no como lo ocurrido con la conexión de recarga para los
vehículos eléctricos, ridículo donde los haya.
Vaya
pueblo este, tan resignado e indolente, por un lado; tan crítico en
apariencia; tan predispuesto para una controversia por otro pero
escasamente comprometido a la hora de la verdad; y al final, viendo
cómo se van perdiendo sus valores identitarios. Luego, con el
malestar en conversaciones de plaza y esquinas, quiere arreglarlo
todo. No se da cuenta de que, por fas o por nefas, se va quedando sin
lo que le ha distinguido, lo que han copiado en otros sitios, sin lo
que ha heredado. Porque no sabe, no puede o no quiere dar
continuidad. ¿Dónde el emprendimiento, dónde las condiciones,
dónde las facilidades? ¿Es tan difícil regular una fiesta popular?
¿Y luego se quiere gestionar una infraestructura marítima o una red
de aparcamientos o un vivero de empresas?
A
las nueve y media de la noche, los taxis volvían al costado norte,
los niños se retiraban somnolientos -puede que preguntándose tanto
cuento para esto- y cesaba el ruido en el pavimento o en el asfalto.
La
síntesis es bien sencilla: cacharros sin castañas.
Otra
pérdida más.
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