La
Unión Europea (UE) es la zona del mundo donde más se bebe, según
las estadísticas de la Organización Mundial de la Salud (OMS).
España está por debajo de la media europea pero los timbres de
alarma han sonado en casi todos los sitios hasta el punto de haber
alcanzado una notable preocupación pues en el segmento de edad de
los adolescentes los consumos se han disparado como consecuencia de
una mayor permisividad y tolerancia.
Partamos
de la siguiente base: alcohol y tabaco en nuestro país son
sustancias legales. Los datos de la OMS, por segmentos de edades (15
a 64 años), son reveladores en ese sentido: el porcentaje de consumo
de alcohol (77,6 %; 9,3 % a diario) y de tabaco (40,2 %; 30,8 % a
diario), es superior al de los hipnosedantes, con y sin receta (12 %;
6 % diariamente).
Y
tengamos en cuenta, siempre según la misma fuente, que se mantiene
estable la edad media de inicio en el consumo de estas sustancias
legales: a los 16,4 años en el tabaco y a los 16,6 en el alcohol. Es
cierto que otros estudios más localizados detectan edades más
tempranas y acentúan la gravedad del problema, en demanda,
posiblemente, de soluciones preventivas siempre difíciles de
procesar y aplicar. Pero las instituciones y los operadores sociales
deben seguir intentándolo, so pena de que el policonsumo -otra
referencia a no perder de vista- siga incrementándose hasta incluir
muy frecuentemente (el 90 %) el consumo de riesgo de alcohol y
cannabis.
Así
que el botellón y otros hábitos sociales siguen causando estragos,
principalmente entre los jóvenes. El cumplimiento de la normativa
sobre la prohibición de venta de alcohol a menores flaquea, seguro.
Eso propicia que la sociedad española sea una de las más tolerantes
con los consumos: desde hace años, tales consumos se identifican
como una señal de libertad o de sentirse mayor. Ya es un hecho, en
efecto, que beber alcohol o utilizar estupefacientes o alucinógenos
resulte casi un elemento indispensable para un modelo de diversión y
ocio tóxico que, a menudo, deja consecuencias negativas para la
salud propia y para los entornos en que los jóvenes se desenvuelven.
Es
cuestión entonces de incidir en las medidas preventivas. No basta,
por lo visto, con la información dirigida a las personas
consumidoras, sino que se requiere un radio de acción mucho más
amplio y una mayor implicación de los agentes sociales. Más
formación, más pedagogía, más recursos y más opciones para un
ocio más saludable, para unos usos alejados de la toxicidad. No se
trata de discursos moralistas ni de sugerencias restrictivas; sí de
acabar con vicios a la larga perjudiciales y con percepciones de
riesgo aparentemente bajas o inocuas.
Esa
es la realidad.
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