Mariano
Rajoy -ya ex- entendió que había dejado de ser incombustible cuando
el presidente de Euzkadi, Iñigo Urkullu, le anunció telefónicamente
que los diputados del Partido Nacionalista Vasco (PNV) respaldarían
la moción de censura. Después vino lo del almuerzo prolongado, lo
del bolso en su sillón del banco azul y todo lo demás, incluidas
las largas horas hasta la votación y el estrepitoso yerro del
siempre fiel Francisco Marhuenda que se atrevió a vaticinar su
continuidad en una insoportable tertulia televisiva, episodios que
contará él mismo en sus memorias o alguien que haya seguido muy de
cerca la precipitada caída del político conservador.
Anunció
Rajoy ante los suyos que hasta aquí hemos llegado. No lo hizo cuando
se lo pidieron adversarios políticos o sectores sociales, ni
siquiera cuando, en vísperas y en pleno debate, se lo encareció su
sustituto, Pedro Sánchez. ¿Por qué no lo hizo, en efecto, si ahora
ha decidido marcharse? Bueno, los escenarios son diferentes y el de
los hechos consumados le aconsejó tomar este camino.
Punto
final entonces a cuarenta años de vida política en la que probó de
todo: las mieles y los logros del poder y los sinsabores de las
derrotas y de la oposición. Lo quiso poner ante el comité ejecutivo
nacional, adornándolo con esa incertidumbre que los políticos
baqueteados parecen querer guardar hasta el final de su ejercicio
activo. Seguro que pocas, muy pocas personas sabían qué decisión
había adoptado y cómo la iba a anunciar. Ni siquiera Marhuenda y
sus deseos acertaron. Hasta que el silencio alcanzó su clímax:
todos los presentes escucharon atentamente que no iba a seguir, que
se retiraba.
Eso
sí: lo hizo agradeciendo la enorme lealtad que le dispensaron,
personal y políticamente, durante todo ese tiempo. Alusión directa
a quienes no cuestionaron sus métodos, esa suerte de dontancredismo
o dejar hacer, dejar pasar, que muchos exégetas equiparan con los
cadáveres políticos que quedaron en el armario o engrosaron su
trayectoria y la del propio partido.
Mariano
Rajoy Brey, ya ex presidente, pronto figura histórica, era
consciente de que lo mejor o lo procedente era el paso dado. Fue el
primero en entender que había que poner proa a la renovación del
partido. Que de ciertos estigmas es difícil liberarse y que aún
quedan pesados fardos, algunos de ellos de muy incierta resolución
judicial que pueden lastrar tanto que no quede otra opción que
iniciar una refundación o cambiar de siglas. Pero eso le
corresponderá al sucesor, al nuevo líder, al partido, en fin, que
debe afrontar el trance como una prueba de madurez.
Hasta
aquella llamada de Urkullu parecía incombustible. Después decidió
parar. “Es lo mejor para mí, para el partido y para España”,
dijo convencido. Ahora se hablará de un PP, antes y después de
Rajoy. Un PP, por cierto, que tiene que ser fuerte.
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