El
PSOE ha reaccionado con rapidez a la detención de Jorge Rodríguez,
ex presidente ya de la Diputación de Valencia. El secretario general
de los socialistas valencianos y presidente de la Generalitat, Ximo
Puig, ha pedido la suspensión en sus cargos de quien, presuntamente
ha prevaricado y aparece vinculado a una trama de irregularidades de
contratación y malversación de caudales públicos en una empresa
pública. No se ha tenido muy en cuenta la presunción de inocencia
ni el propio Código Ético de la organización que establece el
límite, como se sabe, en la apertura de juicio oral. Pero las
exigencias regeneracionistas, puestas al máximo nivel para forzar la
presentación de la moción de censura a Mariano Rajoy
-independientemente de otros factores políticos- obligaban a los
socialistas a actuar con diligencia ante las evidencias policiales de
un caso de corrupción que les afectaba, en una comunidad, además,
donde los antecedentes, para casi todas las formaciones políticas,
han extendido una mancha que no termina de desaparecer. El PSOE, que
se sabe vigilado y que a estas alturas ya es consciente de que no le
van a dejar pasar una, ha movido ficha con prontitud y diligencia en
los dos casos que han coincidido en el tiempo con el acceso a la
presidencia de Pedro Sánchez: primero, el de la moralmente obligada
dimisión del que fuera ministro Máxim Huerta; y luego, el de Jorge
Rodríguez, quien queda a la espera, por cierto, de resoluciones
judiciales.
La
diligencia de la que hablamos sirve de argumento para establecer
diferencias en el discurso y en la praxis política: frente a la
condescendencia o al respeto a resultados de investigaciones y
tramitaciones judiciales, se actúa con medidas que la ciudadanía
espera para que sirvan de ejemplo y hasta de freno, para que los
cargos públicos entiendan de una vez que la impunidad no es
ilimitada. Si se predica tolerancia cero o se exige a los demás
responsabilidades políticas, dimisiones y otras cosas, hay que ser
consecuentes. Quien tome la iniciativa, además, es acreedor de un
plus pues la vida pública en este país requiere de decisiones
valientes, de pasos encaminados a a esa regeneración que,
paulatinamente, vaya restituyendo la confianza y la credibilidad
política.
Porque
hay que ser y parecer, tal como sugiere el antiguo aforismo, empleado
con frecuencia en situaciones políticas donde se ponen en tela de
juicio valores como la honradez, la honestidad y la propia ética.
Serlo y parecerlo depende de los propios políticos, de los partidos,
que cuajen mecanismos no solo para evitar desmanes y comportamientos
proclives al aprovechamiento indebido de recursos sino para cultivar
usos y hábitos racionales, ajustados al cumplimiento de normativas y
a la exigencias de la sociedad que confía en tener representantes
que se van a conducir en el ejercicio de cargos como se espera que
deban hacerlo.
Siempre
decimos que hacer lo contrario erosiona la convivencia y el mismo
sistema democrático. No basta con decir o con creer que se paga en
las urnas lo que se hace mal en administraciones. Si corrupción hay
desde que el mundo es mundo, a estas alturas del siglo hay que
demostrar que se puede combatir de forma fehaciente. Con hechos, con
medidas ejemplarizantes, con respeto a todos los principios jurídicos
básicos. Si se quiere frenar la desafección hacia la política, si
se quiere acabar con las injustas generalizaciones tipo 'todos son
iguales', hay que aplicarse. Cuestión de aprenderse las nociones, de
cultivar valores y cualidades preventivas. Y de aplicar todos los
códigos éticos que sean capaces de elaborar. Es decir: ser y
parecer.
No hay comentarios:
Publicar un comentario