viernes, 29 de junio de 2018

SER Y PARECER

El PSOE ha reaccionado con rapidez a la detención de Jorge Rodríguez, ex presidente ya de la Diputación de Valencia. El secretario general de los socialistas valencianos y presidente de la Generalitat, Ximo Puig, ha pedido la suspensión en sus cargos de quien, presuntamente ha prevaricado y aparece vinculado a una trama de irregularidades de contratación y malversación de caudales públicos en una empresa pública. No se ha tenido muy en cuenta la presunción de inocencia ni el propio Código Ético de la organización que establece el límite, como se sabe, en la apertura de juicio oral. Pero las exigencias regeneracionistas, puestas al máximo nivel para forzar la presentación de la moción de censura a Mariano Rajoy -independientemente de otros factores políticos- obligaban a los socialistas a actuar con diligencia ante las evidencias policiales de un caso de corrupción que les afectaba, en una comunidad, además, donde los antecedentes, para casi todas las formaciones políticas, han extendido una mancha que no termina de desaparecer. El PSOE, que se sabe vigilado y que a estas alturas ya es consciente de que no le van a dejar pasar una, ha movido ficha con prontitud y diligencia en los dos casos que han coincidido en el tiempo con el acceso a la presidencia de Pedro Sánchez: primero, el de la moralmente obligada dimisión del que fuera ministro Máxim Huerta; y luego, el de Jorge Rodríguez, quien queda a la espera, por cierto, de resoluciones judiciales.

La diligencia de la que hablamos sirve de argumento para establecer diferencias en el discurso y en la praxis política: frente a la condescendencia o al respeto a resultados de investigaciones y tramitaciones judiciales, se actúa con medidas que la ciudadanía espera para que sirvan de ejemplo y hasta de freno, para que los cargos públicos entiendan de una vez que la impunidad no es ilimitada. Si se predica tolerancia cero o se exige a los demás responsabilidades políticas, dimisiones y otras cosas, hay que ser consecuentes. Quien tome la iniciativa, además, es acreedor de un plus pues la vida pública en este país requiere de decisiones valientes, de pasos encaminados a a esa regeneración que, paulatinamente, vaya restituyendo la confianza y la credibilidad política.

Porque hay que ser y parecer, tal como sugiere el antiguo aforismo, empleado con frecuencia en situaciones políticas donde se ponen en tela de juicio valores como la honradez, la honestidad y la propia ética. Serlo y parecerlo depende de los propios políticos, de los partidos, que cuajen mecanismos no solo para evitar desmanes y comportamientos proclives al aprovechamiento indebido de recursos sino para cultivar usos y hábitos racionales, ajustados al cumplimiento de normativas y a la exigencias de la sociedad que confía en tener representantes que se van a conducir en el ejercicio de cargos como se espera que deban hacerlo.

Siempre decimos que hacer lo contrario erosiona la convivencia y el mismo sistema democrático. No basta con decir o con creer que se paga en las urnas lo que se hace mal en administraciones. Si corrupción hay desde que el mundo es mundo, a estas alturas del siglo hay que demostrar que se puede combatir de forma fehaciente. Con hechos, con medidas ejemplarizantes, con respeto a todos los principios jurídicos básicos. Si se quiere frenar la desafección hacia la política, si se quiere acabar con las injustas generalizaciones tipo 'todos son iguales', hay que aplicarse. Cuestión de aprenderse las nociones, de cultivar valores y cualidades preventivas. Y de aplicar todos los códigos éticos que sean capaces de elaborar. Es decir: ser y parecer.

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