El
Gobierno de Filipinas ha decretado el cierre a los visitantes, por un
período de seis meses, de la isla Boracay, considerada como uno de
los destinos vacacionales preferidos del archipiélago, con unos
veinte mil habitantes. Su popularidad se debe a la transparencia de
sus aguas y a la finísima arena de su playa principal, considerada
como una de las mejores del mundo. Las autoridades venían señalando
que las aguas de la paradisíaca isla se habían convertido en una
auténtica “fosa séptica”. Otro cierre, por tiempo indefinido,
de la isla Koh Tachai, en el mar de Andamán, decidió hace un par de
años el Gobierno de Tailandia. Ya era tarde pero había que intentar
salvar los corales, la flora y la fauna en unas aguas ideales para la
práctica del buceo.
Seguro
que hay más casos. Hace pocas fechas aludimos al problema detectado
con la invasión de plásticos en las islas del archipiélago
Chinijo, en Canarias. Y a finales del verano pasado, también
tratamos las consecuencias de la saturación turística en Menorca,
una de las islas Baleares. La sobreexplotación genera muchos
problemas en lugares preciosos, idílicos, naturaleza casi pura. La
carga de la presión humana, desde el transporte y las vías de
acceso, pasando por la prestación de servicios y los vertidos
incontrolados, se hace insoportable, principalmente en los ámbitos
costeros. El ejemplo del cierre de Boracay es ilustrativo: llega un
momento en que no se puede más. La degradación se impone sin freno
y el deterioro medioambiental llega a ser de tal magnitud que a las
autoridades no resta otra opción que las medidas radicales.
Cierto
que la oferta turística es cada vez más sofisticada, sobre todo con
ofertas tentadoras y placenteras. La accesibilidad y los precios de
transporte también contribuyen a fomentar destinos únicos,
vinculados al naturalismo y a actividades como las subacuáticas.
Pero las amenazas a los encantos y a la biodiversidad son un hecho,
una constante. Y es difícil sortear. La conservación de parajes y
rincones que no se piensa que existían hasta que se disfrutan se
hace cada vez más complicada. Pero los poderes públicos y las
autoridades están obligados a la adopción de medidas claras y
terminantes para preservar espacios naturales, sobre todo.
Tiene
que existir un compromiso social para proteger zonas costeras,
parajes, recintos y espacios que corren peligro simplemente porque
hay exceso de humanos cuyo comportamiento, además, deja bastante que
desear. Mares esquilmados, aguas contaminadas, arenas o rocas dañadas
hasta representar un auténtico peligro para usuarios y visitantes.
Hay que cuidar los ecosistemas, de acuerdo; pero no basta con las
actividades de los responsables competentes: los ciudadanos también
están obligados a colaborar, siquiera para no tener que avergonzarse
cuando los medios de comunicación reflejan esas acciones de limpieza
de fondos submarinos.
A
ver si entendemos de una vez que la naturaleza es de todos y que
todos estamos obligados a cuidarla.
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