Era,
ante todo, un villero. Una de esas personas enamoradas de su pueblo
con el que establece, desde niño, una relación que se va sintiendo
e intensificando, sin distinguir nunca el momento culminante, porque
cada avance es un logro, porque cada logro es un estímulo, porque
cada estímulo acentúa la identificación y ésta va madurando sin
perder las esencias; al contrario, es como si las renovase
paulatinamente.
Antonio
Santos Cruz era un villero que contuvo con frecuencia sus
sentimientos pero los avisos y los achaques no le doblegaron. Un
empresario, un dirigente deportivo, un político del ámbito local;
un concejal, vamos. En cualquiera de esas facetas, las que le
conocimos, Santos tuvo personalidad propia. Y con la personalidad, la
entereza: no se arrugaba. Ni cuando los retos se complicaban, ni
cuando la crisis golpeaba, ni con un revés deportivo, ni con los
adversarios políticos, a los que siempre, por cierto, que sepamos,
trató con mucho respeto.
Amante
del basket, durante muchos años le vimos animar -y protestar a los
árbitros- en la plaza Franchy Alfaro y en la cancha de los
Salesianos. Media vida clamando por una pista cubierta. Gestiones y
más gestiones para hacerse con los servicios de entrenadores y
jugadores. O esforzándose para garantizar las prestaciones de un
patrocinio. Y con la mirada siempre puesta en la cantera. Tiempos
heroicos y gratificantes del San Isidro y su pléyade de apellidos
comerciales. El baloncesto orotavense tiene muchos nombres propios:
uno de ellos, sin duda fue Antonio Santos.
Con
la llegada de la democracia, incursionó en política, sin ser
político del todo. Fue de los promotores de aquella Agrupación de
Independientes de La Orotava (AIO) que hizo alcalde en el primer
mandato al abogado Francisco Sánchez y luego germinó con la
Agrupación Tinerfeña de Independientes. Afrontó el urbanismo
municipal, a sabiendas de que estaba lleno de asignaturas
complicadas, tanto en la planificación como en las calificaciones de
suelo. Le reprochaban alguna intransigencia pero siempre hizo gala de
talante negociador, en aras de una solución beneficiosa para la
Villa, como solía repetir.
Y
luego, cuando tocó dar el paso al costado, lo hizo sin estridencias,
apoyando desde fuera, sin chillar como en el baloncesto, pero con la
eficacia que da la experiencia. De profundas convicciones religiosas
y amante de las esencias festivas y romeras, era corriente verle en
el Liceo Taoro y en entidades de la localidad, en animadas charlas
con paisanos de toda condición y en las que se hablaba del pasado,
del presente y del futuro de la Villa.
Para
eso era, ante todo, un villero.
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