Parecía
fácil sobre el papel escrito, una declaración de voluntad
convergente en la necesidad de renovar la radiotelevisión pública
(RTVE) hasta caracterizarla por su independencia, su pluralismo, su
credibilidad, su competitividad y su acento de servicio público;
pero se ve que no hay manera, que sigue siendo un objeto oscuro del
deseo político. Se ve que una cosa es predicar y otra, dar trigo.
Ni los viernes de negro, o de luto, una manera de expresar la
disconformidad y demandar una solución han servido: con razón, los
trabajadores decían que no se ha entendido nada.
Situada,
sin exageración, en un trance histórico, después de un período
en el que solo el anterior gobierno parecía conforme en cómo se
estaban haciendo las cosas, y en el que algunos datos de audiencia
apuntan favorablemente, desde la semana pasada venimos asistiendo a
un auténtico espectáculo de dimes, diretes y negociaciones de muy
distinto pelaje para determinar la suerte del modelo de la
radiotelevisión pública. O sea, cómo no se deben hacer las cosas,
mucho menos después de haber revelado cómo conducirse con el
proceso cuyo rumbo, sencillamente, se torció hasta convertirse de
nuevo en un sindiós.
Sonaba
a componenda, a mareos de perdiz política, a manga por hombro,
cuando se trataba de afrontar el camino de elección del presidente
de RTVE. Hicieron mal PSOE y Unidos Podemos: no se sostienen ni las
formas ni el fondo. ¿Qué es eso de no tener en cuenta al resto de
las formaciones políticas con representación parlamentaria con las
que es obligado alcanzar un acuerdo que esté los suficientemente
respaldado? ¿Qué es eso de empezar a filtrar nombres y casi dando
por hecho en una cadena privada que uno de ellos es el que va a
asumir la responsabilidad principal? ¿Qué es eso de supeditar a los
intereses políticos el fin máximo de servicio público con el que
debe afrontarse cualquier proceso de renovación de la
radiotelevisión de todos? ¿Qué es eso de no contar con los
trabajadores y profesionales de la casa?
Muchas
interrogantes, sí. Y para quienes hemos criticado abiertamente
ciertos métodos que, a la larga, solo sustanciaron sesgos
informativos e indicadores de mala gestión de los recursos públicos
y hemos demandado soluciones consensuadas, ahora no podemos menos
que, por encima de estridencias de los partidos del centroderecha,
expresar sin reservas que el camino seguido en las últimas fechas no
es el adecuado. Hace mal el Gobierno en dejarse envolver por
abogacías preferidas, sin que ello signifique cuestionar la
capacidad de los nombres puestos en circulación para presidir la
corporación. Eso sí: los profesionales prefieren una persona con
experiencia y si es de la casa, mejor. Y aunque tenga algo de
interinidad, a la espera de que sea convocado el concurso público,
la designación en una entidad estatal debe hacerse con la máxima
transparencia y no someterla al viejo sistema de las filtraciones que
tanto daño termina haciendo.
Estamos
hablando de una empresa pública de casi seis mil quinientos
trabajadores y un presupuesto superior a los mil millones de euros,
además del crónico problema de una estructura financiera. Una
empresa que se quiere despolitizar para garantizar su democratización
y su nivel competitivo. Ello aconseja esmerarse, con luz, taquígrafos
y consultas múltiples, hasta encontrar a los responsables con los
perfiles adecuados. Siempre habrá algún descontento pero obrando de
aquella manera nadie podrá escudarse en la opacidad y en el
favoritismo político que solo reeditarían episodios del pasado y
alejarían las soluciones deseadas. Solo servirían para prolongar
el sindiós.
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