En Nicaragua se vive una
guerra civil. Más de trescientos muertos hay que contabilizar ya desde que se
inició la crisis. El conflicto, con involucración activa de los estudiantes y
con la Iglesia católica apelando a diálogo y soluciones pacíficas, pone en evidencia una fractura social que
será difícil soldar. El presidente Daniel Ortega no ha sabido gestionar la
crisis y, lejos de flexibilizar y negociar, se ha enrocado hasta el punto de
recurrir a los siniestros y mortíferos escuadrones de la muerte (bandas
paramilitares que, como en otros países, actúan contra el pueblo impunemente),
para alimentar la inestabilidad, el encono y el clima de terror. Las
manifestaciones protestas sociales ni los más de trescientos muertos han
arrugado a un presidente que ve cómo el rechazo de la opinión pública
internacional crece minuto a minuto.
Daniel Ortega, como cabeza
visible de un régimen totalitario, debería ser consciente de lo que es vivir un
trance como el del pueblo nicaragüense. Los organismos internacionales que
velan por el cumplimiento de los derechos humanos están siguiendo atentamente
la evolución de este derramamiento de sangre: Ortega, aunque no quiera, es
responsable, sobre todo si tales organismos adoptan medidas que no solo
signifiquen la apertura de procedimientos judiciales sino la suspensión del
país como miembro de pleno derecho.
Es evidente que se
acentuaría el aislamiento. Y todas las simpatías que, en su momento, pudieran
haber despertado su proceso revolucionario y su legítimo triunfo en las urnas,
trocarían en repulsa extendida. Daniel Ortega sigue el rumbo de otros
gobernantes latinoamericanos que han querido desafiar a la historia pero no han
sabido conducir a sus pueblos por sendas adecuadas. En su fracaso llevan la
penitencia.
Y ahora Nicaragua se
desangra. Qué dolor, qué lástima.
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