¿Hay solución para los bulos? ¿Van a seguir circulando impunemente las noticias falsas? Difíciles respuestas, sobre todo cuando los gobiernos de las grandes potencias han acreditado que pueden manejarlas, que las administran a conveniencia y que las plataformas sociales son el habitat natural para su aprovechamiento.
Según leemos, la revista Science ha publicado las conclusiones de una investigación del prestigioso Instituto de Tecnología de Massachussets (MIT) (USA), entre las que sobresale las informaciones y rumores de contenido engañoso tienen, en Twitter, un 70 % más de posibilidades de ser retuiteadas que las imparciales o las verdaderamente ajustadas. Y es que, según el estudio, “en las redes sociales la mentira juega con ventaja frente a las afirmaciones verdaderas porque, a menudo, reafirma aquello en lo que creemos o deseamos creer, así como lo que más tememos, nuestros miedos más arraigados”. Esa ventaja conduce a otra conclusión: “Incluso allí donde se presenta evidencia de lo contrario, las personas, por lo general, preferirán aferrarse a sus ideas: la creencia es contumaz”.
Entonces, después de haberse comprobado, por ejemplo, que el ahora presidente brasileño, Jair Bolsonaro, se benefició de la campaña de desinformación desarrollada contra los otros candidatos a través de la aplicación WhatsApp; y que desde esta misma, personas poderosas y de origen musulmán hicieron circular rumores e invenciones sobre el sacrificio de vacas y secuestros de niños, generando con ello hasta el linchamiento de veinte personas, nos hacemos una idea de la peligrosidad de la manipulación de la información, sobre todo en sociedades de pueblos primitivos que se conducen por consignas fanatizadas. Y verificamos, desde luego, lo fácil que resulta agitar las emociones y sembrar el odio, de modo que, en esos contextos, no son de extrañar algunos comportamientos.
Cierto que la manipulación y la tergiversación han existido toda la vida, desde la Edad Antigua hasta algunos sectores de los países islámicos de nuestros días; pero nunca como antes han alcanzado los niveles de difusión y las repercusiones de hoy en día, impulsados sin duda por las redes sociales “cuyo modelo de negocio -señala la publicación Science, que habla de 'envergadura masiva y extrema'- se presta a acelerar la difusión de noticias de contenido falso, al ser éstas las que mayor atención acaparan, las que más se consumen y, por tanto, las que incrementan beneficios”.
Las noticias falsas, los bulos y las paparruchas tienen, en principio, un recorrido imprevisible. Se trata de información falsa en cuya fase de arranque, para aparentar verosimilitud, se suele incluir datos reales. Después, a medida que avanza el proceso de propagación -unas veces espontáneo y otras inducido y ampliado por agentes interesados- adquieren carta de naturaleza. Así, en el ámbito de la información política, suceden hechos que alcanzan la categoría de inauditos pues, tal como dice el estudio de Massachussets, “al contrario de lo que dicta el sentido común, los individuos tienden a aferrarse a sus opiniones, aun sabiendo que no son ciertas”.
¿Están preparados los medios de comunicación para no dar pábulo a las informaciones falsas? ¿Y qué harán los partidos políticos, ahora que se avecinan nuevas campañas? Las preguntas son tan enrevesadas como las del principio del texto. Las democracias, independientemente de su resiliencia, tendrán que adoptar medidas para superar la que ya es una lacra.
Según leemos, la revista Science ha publicado las conclusiones de una investigación del prestigioso Instituto de Tecnología de Massachussets (MIT) (USA), entre las que sobresale las informaciones y rumores de contenido engañoso tienen, en Twitter, un 70 % más de posibilidades de ser retuiteadas que las imparciales o las verdaderamente ajustadas. Y es que, según el estudio, “en las redes sociales la mentira juega con ventaja frente a las afirmaciones verdaderas porque, a menudo, reafirma aquello en lo que creemos o deseamos creer, así como lo que más tememos, nuestros miedos más arraigados”. Esa ventaja conduce a otra conclusión: “Incluso allí donde se presenta evidencia de lo contrario, las personas, por lo general, preferirán aferrarse a sus ideas: la creencia es contumaz”.
Entonces, después de haberse comprobado, por ejemplo, que el ahora presidente brasileño, Jair Bolsonaro, se benefició de la campaña de desinformación desarrollada contra los otros candidatos a través de la aplicación WhatsApp; y que desde esta misma, personas poderosas y de origen musulmán hicieron circular rumores e invenciones sobre el sacrificio de vacas y secuestros de niños, generando con ello hasta el linchamiento de veinte personas, nos hacemos una idea de la peligrosidad de la manipulación de la información, sobre todo en sociedades de pueblos primitivos que se conducen por consignas fanatizadas. Y verificamos, desde luego, lo fácil que resulta agitar las emociones y sembrar el odio, de modo que, en esos contextos, no son de extrañar algunos comportamientos.
Cierto que la manipulación y la tergiversación han existido toda la vida, desde la Edad Antigua hasta algunos sectores de los países islámicos de nuestros días; pero nunca como antes han alcanzado los niveles de difusión y las repercusiones de hoy en día, impulsados sin duda por las redes sociales “cuyo modelo de negocio -señala la publicación Science, que habla de 'envergadura masiva y extrema'- se presta a acelerar la difusión de noticias de contenido falso, al ser éstas las que mayor atención acaparan, las que más se consumen y, por tanto, las que incrementan beneficios”.
Las noticias falsas, los bulos y las paparruchas tienen, en principio, un recorrido imprevisible. Se trata de información falsa en cuya fase de arranque, para aparentar verosimilitud, se suele incluir datos reales. Después, a medida que avanza el proceso de propagación -unas veces espontáneo y otras inducido y ampliado por agentes interesados- adquieren carta de naturaleza. Así, en el ámbito de la información política, suceden hechos que alcanzan la categoría de inauditos pues, tal como dice el estudio de Massachussets, “al contrario de lo que dicta el sentido común, los individuos tienden a aferrarse a sus opiniones, aun sabiendo que no son ciertas”.
¿Están preparados los medios de comunicación para no dar pábulo a las informaciones falsas? ¿Y qué harán los partidos políticos, ahora que se avecinan nuevas campañas? Las preguntas son tan enrevesadas como las del principio del texto. Las democracias, independientemente de su resiliencia, tendrán que adoptar medidas para superar la que ya es una lacra.
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