Malas
fechas estas para despedirse del mundo. La tristeza pesa más. Cuesta
más reaccionar y hacer frente a una suerte común que la espantamos
pero que siempre termina imponiéndose. Maldita parca. Cuando golpea
en estos días, clava sus afiladas garras bien de forma inesperada
bien de crueldad enfermiza. Y si te señala en vísperas navideñas,
o de año nuevo, o de la epifanía, las personas y los allegados
sufren porque se han roto esquemas, claro, porque alguien falta y
porque las celebraciones quedan, sencillamente, para otro momento.
Se
fue en el Puerto de la Cruz Luis Enrique Asencio Ramírez, nacido en
1955, ingeniero de Puertos, prejubilado que estaba ya en una
importante empresa constructora multinacional. Tuvo mucho que ver,
desde el punto de vista ejecutivo, con las obras del dique de
protección de lo que inicialmente fue concebido como parque marítimo
en el marco de ordenación y tratamiento del litoral portuense. Desde
que llegó a la ciudad, se integró y aquí se casó. Pese a largas
temporadas en la península y en el extranjero, siempre tuvo el
Puerto en lo más profundo de su alma. Amaba los rincones, preguntaba
por el pasado y gozaba con los personajes de los que iban dando
cuenta quienes compartían con él tertulias y conversaciones de
media tarde, la última habitual, Ébano, en el establecimiento del
mismo nombre en la plaza de la Iglesia. Con Luis era inevitable
discrepar pero su disparidad ideológica jamás impidió un diálogo
más o menos acalorado y una predisposición al respeto y la
tolerancia. Demostró con creces que le apasionaba su profesión:
hablaba de infraestructuras, diques, prismas de equis toneladas,
batimetría, sistemas generales y accesibilidad con verdadera
fruición. Su corazón se paró en la tarde del 31 de diciembre,
temprano. Como nos recordó su amigo Donaciano Vaquero, hurgando en
las entrañas de Miguel Hernández, en la emocionada despedida que
sus familiares y amigos le dispensaron un par de días después. Su
viuda e hijo y otros familiares se percataron del afecto que supo
granjearse.
También
nos dijo adiós Federico Padrón, competente jurista herreño,
funcionario público, secretario que ejerció en los ayuntamientos de Los Realejos y Santa Cruz de Tenerife. Padrón era una fuente de sabiduría en el
Derecho Administrativo y hubo de lidiar con la aplicación de las
modificaciones legislativas orientadas a la consolidación de los
consistorios democráticos. Amante del deporte vernáculo, cuyas
técnicas conocía como muy pocos, se involucró a fondo, junto a
Eligio Hernández, en aquel célebre proceso de principios de los
años ochenta para lograr la autonomía de la lucha canaria en las
estructuras federativas. Fue imposible al rígido centralismo
'tumbar' a aquellos dos pollos que, mano al calzón y a la espalda,
se bastaron para colocar a la lucha canaria en un lugar sobresaliente
desde el punto de vista organizativo. Aún se recuerdan un denso
congreso en el aeropuerto de Los Rodeos y numerosas reuniones con
dirigentes y expertos de la provincia oriental para salir
fortalecidos de aquel proceso. Federico Padrón tenía la virtud de
escuchar y si tenía que discrepar lo hacía con la elegancia de su
paisano, Juan Barbuzano, a quien no se cansó elogiar cuando se
proclamó campeón del mundo de sambo, una variante de lucha
individual muy similar a la canaria. Padrón contribuyó, sin
alharacas pero con destreza, al cambio de modelo federativo pero,
sobre todo, al cultivo de las artes y las claves de nuestro deporte.
A su hijo Juan Manuel, fiel heredero de la vena jurídica
funcionarial y administrativista, le correspondió, por cierto,
ensamblar y consolidar los soportes estructurales y desarrollistas de
la Federación Canaria de Municipios (Fecam).
Luis
y Federico se han ido en fechas que no hubieran deseado. Lo mejor que
tenían es que no les agradaba ver sufrir a la gente ni a sus
allegados.
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