sábado, 14 de diciembre de 2019

SÍ QUE SON SOLIDARIOS


La poesía es un arma cargada de futuro”, escribió el poeta e ingeniero guipuzcoano Gabriel Celaya, uno de los más destacados representantes de la que se denominó poesía comprometida o poesía social, musicalizado posteriormente, en plena revolución de 1968, por el cantautor valenciano Paco Ibáñez.

“Luego llega el momento/ de los gestos,/ y las preguntas desarmarán/ la ruinosa historia/ que guardo en el bolsillo/ de los pantalones,/ esa que empuja,/ silenciosa y firme,/ hacia la frágil telaraña del verso”, responde José Javier Hernández García, cuando En el cuarto, en plena conversación del cielo con los árboles de la noche y en medio del bosque devastado de sus papeles, descubre que el autor guipuzcoano anticipaba para el universo poético una suerte de sentencia genérica:

“No es una poesía gota a a gota pensada./ No es un bello producto. No es un fruto perfecto./ Es algo como el aire que todos respiramos/ y es el canto que espacía cuanto dentro llevamos”.

Pero la telaraña verseadora de José Javier no es frágil, no. ¿Cómo va a ser frágil cuando un título tan imaginativo despliega tantas sugerencias? ¿Ruinosa historia? ¡Qué va! Estas páginas son una sucesión de metáforas y otras figuras literarias, alentada por la memoria rediviva, aquella que robustecieron los recuerdos de infancia y adolescencia, de la vida forjada en las aulas, en el ejercicio de la docencia y en el pálpito familiar. En las soledades, en las reflexiones, en los valores de la amistad que ha cultivado sin reserva. No se ven vestigios ni huellas de ruinas; al contrario, afloran los sentimientos de “la historia que empuja”, una idea que sustancia toda la obra.

La historia personal e íntima que es futuro vitalista, o sea, presente en forma de poemas que acompasan la medida y el orden para ser leídos con sensibilidad, que no se esconde sino que se adivina en los pliegues de cada verso.

Vivió, escuchó, le contaron, almacenó en su memoria y pergeñó ideas y oraciones entre apuntes de destino ignorado. Estaba claro que era de letras y así lo decidió cuando había que escoger entre las humanidades o ciencias en aquella disyuntiva del bachiller superior. Lo plasma en Así te siento, “con precisión de arriero”, cuyo fin es doblar o enderezar sendas, “para cruzar animosos/ el lígamo de los campos”.

Dice el poeta:

“Inexcusable hacer un alto/ en lugares familiares,/ espacios de juego/ que guardaron las huellas/ de la adolescencia,/ y sostuvieron las palabras que significan nombres/ enraizados en la sangre”.

Y a partir de aquí, descubran o imaginen los lugares que el autor describe:

“...el templete inaccesible,/ la torre de la iglesia de la Peña/ a la que por miedo nunca subí,/ o el naciente en el acantilado/ de Martiánez que calmó mi secura...”.

En este sentimiento, José Javier Hernández García alude a su padre, Juan, que cita en otros pasajes poéticos para alumbrar sus perfiles humanos, los más tiernos, y puede que los más dulces, contrastados cuando le acompañaba por pascuas a comprar pasteles en casa Padilla, apellido que da título a otro poema:

“Como un prodigio que se vivía/ todos los años,/ nos echábamos al camino,/ se nos quebraba el espíritu/ de volver a ese lugar”.

Dice el hijo poeta que “nada quebraba aquella serenidad de mi padre”. La última estrofa es reveladora:

“Pasteles de Padilla,/ pesebrera de caña,/ niño de barro que nunca duerme”.

Pero ese ánimo de retornar se adivina también en Verso, precisamente introducido por las interrogantes de Gabriel Celaya, (“¿quién nos llama?... ¿quién me busca?”) cuando las olas rompen, y Hernández, desde “este charco ahora sin agua”, encuentra una respuesta cósmica “enhebrada al rumor/ oscuro del bajío”. Ahí están las olas, el no tan pálido reflejo del hombre de mar que, en su juventud, contaba las olas de siete en siete, “...seguros de poder frenar,/ cara al viento del norte,/ tanta espuma,/ tanto abrazo,/ tanto mar azul chocando,/ y las parábamos con el corazón,/ más que con el pecho”.

Ana se quedó con el corazón de José Javier, una Fuente que nos recuerda al Miguel Hernández más sentimental y más enamorado. También dejó una parte de ese órgano vital en aquel Peñón cercano al domicilio familiar que la piqueta mecánica destructora asoló casi en un santiamén modificando por completo la fisonomía de la calle, pese a lo cual, siguió llamándose Peñón. El autor define: “Una estrella de vértice afilado/ ancló su cuerno de fuego/ en un extremo de la calle...”. Y a continuación, rindiéndose al bucolismo, hace un auténtico canto de elementos naturales y plenos de vitalidad.

“...en la soledad de aquel risco/ se asentaron los insectos/ que andaban solos por el mundo,/ sin amigos:/ los dípteros, los coleópteros,/ el longicorno del cardón,/ la chinche de la calabaza,/ la araña tigre...”.

Exponentes de vegetación aparecen, expectantes, seguidamente:

“El día que llegó la lluvia/ se introdujo ese agua bendita/ por grietas y hendiduras,/ y anegó las raíces/ de las siemprevivas/ que andaban esperándola/ con la ilusión de la primera vez”.

Fue bautizado Peñón de Blanco “y tenía la costumbre de abrir/ las intrincadas galerías de sus brazos,/ para que las corujas/ y después los guirres,/ aprendieran a soñar/ como los humanos”.

Quizás -o sin quizás- porque le gusta caminar sin prisa y respirar el aire del monte, este filólogo de inglesa, jubilado de la docencia que siguió los pasos de sus padres, Juan y María Teresa, ensalza con mesura los valores cotidianos, domésticos y personales del paisaje urbano más próximo. Se titula Dioses este poema que leemos completo, pensando en hacer efectivo el pensamiento del mejicano premio Nobel de Literatura, Octavio Paz, “recordar es volver a vivir”:

“Pasan los cómicos junto a las máquinas/ de la imprenta de la calle Santo Domingo/ a esa hora que reposa la vieja linotipia/ de los pasquines, de las esquelas y los libelos/ que no chamuscó la entintada penumbra del tiempo,/ pasan.../ y con ellos el clamor del viento afilado/ que viene a templar la rima y los octosílabos./ Y entra en la estancia doña Luminosa,/ y entra detrás don Jesús,/ y entra luego doña Antoñita/ del brazo de maese Patelín./ Y en la confusión de encuentros y saludos,/ la vidriada memoria de un espejo/ cae de golpe sobre el canapé/ de rejilla trenzada”.

Y es así cómo el firmamento va dialogando con los árboles nocturnos, acaso buscando la respuesta a la célebre pregunta del escritor uruguayo Mario Benedetti que los diarios no hicieron: “Los árboles ¿serán acaso solidarios?”. Y esta otra, que alumbra el enigma poético: “¿Qué se revelarán de árbol a árbol?”.

Pues Brígida, Manuel Catalina, Pancho, Augusta, Carolina MacKenzie, Cándido Chaves, Gervasio, Pancho, Carola... son, además de los ya mencionados, los árboles de José Javier Hernández, sembrados para siempre en la niñez y en la juventud, en las edades tempranas, cuando se guardan tantas cosas que algún día, como este, como ahora, hacen brotar una poesía intimista o introspectiva hasta desnudar sentimientos y emociones. En esa etapa se cultivan los adentros, la intimidad que luego fructifica en llamativas metáforas que invitan a reflexionar y a releer para interpretar su significado, desencadenando un efecto de eco “que reverbera por los perfiles de nuestra fisonomía conceptual”, como diría el catedrático de Lógica y Filosofía de la Ciencia por la Universidad Nacional de Educación a Distancia, Eduardo de Bustos. La preferencia de una metáfora, escribe De Bustos, “es por tanto el recordatorio de que no solo se tiene en común esta o aquella migaja de conocimiento, sino todo un mundo o forma de vivir compartida. Es, al mismo tiempo, una reverencia y un convite, una leve inclinación de reconocimiento ante el que se presume igual y la sugerencia de reafirmar esa igualdad en el juego del lenguaje”

Ojalá pudiéramos decir que los árboles están en todas partes pero los del autor de este poemario se encuentran en esos pasajes o rincones de la ciudad como la Esquina redonda, el Sitio Cullen, el Charco de la soga o la embarcación donde su amigo Eduardo Galeano, el escritor y periodista uruguayo, se hubiera sentido feliz, repartiendo abrazos, escribiendo de profecías, sucedidos, sueños, memorias y desmemorias. La historia, desde luego, de ruinosa no tiene nada.

El cielo habla con los pájaros de la noche, el título de una especie de friso que sobrevivió a una librería incendiada, “es poesía narrativa que se presenta como memoria de la experiencia”, según relata en el prólogo escrito desde Puerto Rico, Osmán Avilés. Y es que, en efecto, estamos ante la emoción tangible de la poesía, de su poesía, donde encuentran vida hechos y personajes, recreados a través de los versos.

Van a disfrutar con su lectura. Harán un viaje al pretérito con afán de saber qué eran, cómo eran, qué pasó. Descubrirán la dimensión poética que trasciende los ámbitos locales y la sutileza que la embarga. Los recuerdos que le acompañaron siempre en versos llenos de sencillez y profundidad, de reflexión, de remembranzas, de sentimiento y nostalgia portuense, isleña y a la vez, universal.

Después de la lectura, y de la conversación, los árboles, a cualquier hora de la noche, por responder a Benedetti, sí que son solidarios. ¿Verdad, José Javier?

Nota del autor.- Texto que leímos anoche en el Instituto de Estudios Hispánicos de Canarias en la presentación del libro El cielo habla con los pájaros de la noche, original de José Javier Hernández García y publicado por Del Medio Ediciones.






1 comentario:

zoilolobo dijo...

No conocía al poeta pero ya imagino su poesía después de leer este magnífico texto.
Saludos cordiales