El pensamiento de
Albert Camus es ilustrativo y su validez, universal: “Yo no puedo creerme en
posesión de la verdad, pero puedo comprometerme a no mentir”. Y en los tiempos
convulsos que sacuden el periodismo, envolviéndolo con el celofán del
descrédito y de otros males, reflexiones como esa ponen de relieve que la
profesión solo la salvan -la enriquecen o la cualifican- los propios
periodistas, con su compromiso, con su quehacer limpio y noble. Una profesión y
un oficio basados en la libertad: “Una prensa libre puede ser buena o mala,
pero sin libertad, la prensa nunca será
otra cosa que mala”, diría el propio Camus.
Pero ocurre que el
periodista, a menudo, es un intruso, no le importa serlo, aunque le llamen
atrevido. Y a menudo también incumple principios básicos, hasta el punto de
faltar a la verdad, de lanzar alegre e irresponsablemente, a los cuatro vientos
y a los que haga falta, cualquier falacia… y cualquier insulto o
descalificación. Quien así obra, es consciente del daño que causa. Es más, lo
hace adrede, más allá de los peligros o de los riesgos que los editores y
redactores-jefes dejan escapar con fines de desentenderse, de no tomarse en
serio su cometido y de favorecer que adquieran carta de naturaleza o
consolidación los vicios de la desnaturalización más reprobable.
Claro, se va
creciendo, multiplica su caudal de insolencias, encima tiene público que
simpatiza pues oye lo que quiere escuchar, no conoce la palabra humildad. Es
que ni siquiera sabe que le llaman odiador. Prefiere seguir admirando al
“valiente” –y no hay más remedio que entrecomillar el término- aunque aquel
vocablo le suena cada vez más. La evolución del lenguaje. O las moderneces del
sistema. En la palabra periodista, por
fas o por nefas, caben hoy en día muchas cosas. Imaginen en el que no siéndolo
pero ejerce. Ahí, según el ensayista, poeta, crítico literario y catedrático de
Literatura Española, Luis García Montero, son compatibles “el desprestigio, la
sospecha, la desconfianza provocada por las mentiras, el servilismo impuesto
por los grupos de interés, la degradación de los que confunden la labor de
contar los hechos con las conspiraciones para cambiar gobiernos y favorecer
componendas políticas y económicas”.
El pensamiento de
Camus es una invitación a la práctica de la ética. Su compromiso es no mentir.
Y a partir de él, trabajar pensando en la democracia, lo más importante, especialmente
ahora en que se ve amenazada. Porque lo está, porque tiene defectos o
imperfecciones que el periodista tiene el deber moral de combatir. Estamos
viendo, sí, cómo los dictadores castigan la libertad de expresión. O cómo los
clanes organizados, vinculados a suculentos e ilegales negocios, al mejor
estilo mafioso acaban con la vida de periodistas impunemente. La cosa se
complica cuando, en plena democracia, el Estado de derecho se debilita y
entonces algunas élites empresariales humillan las noticias y santifican las
mentiras que favorecen los negocios.
Volviendo a García
Montero, cuando se refiere a la situación actual, reitera la idea de que el
compromiso con la dignidad del periodismo es un compromiso con la democracia. Y desgrana algunos de los males que
caracterizan los tiempos que corren: “Sueldos
muy bajos que debilitan la seguridad de quien informa. Una opinión pública que
se ha olvidado de que el buen periodismo hay que pagarlo, de que merece la pena
comprar un buen periódico, invertir en la dignidad del periodismo. Más peligros
todavía: una sociedad acostumbrada a ser entretenida, no a ser informada, y
unas redes sociales llenas de caraduras dedicados a crear falsas corrientes
comunicativas”.
Cuando
el catedrático se pregunta, ¿qué cabe en la palabra periodismo?, su respuesta
es terminante: “El futuro de la democracia, la necesidad de resistir y de
defender la propia dignidad. Comprobar los hechos, contarlos, denunciar
mentiras, investigar”.
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