domingo, 7 de agosto de 2022

TEATRO A CIELO ABIERTO

 

Anochecía en el Camino La Sortija, donde latía, de otra manera, el parque Taoro. Un escenario modesto y austero cuyo telón de fondo es el ramaje hirsuto del viejo laurel de Indias que ha resistido todos los desgastes y toda la erosión. Allí recuerdas que jugamos, aprendimos y enamoramos en las cortas tardes de otoño. Qué tiempos los del bachiller pletórico donde ahora iban a recitar poemas que, por culpa de Maruja Martín Real, la señorita Maruja, inolvidable profesora de Griego, Latín y Literatura, memorizamos en plena adolescencia. Ahora son tiempos de atrezo sencillo, de utilería sin pretenciosidades, ni falta que hacen: una colección de velas sobre el piso de la madera para ambientar, un minimalista juego de luces para los efectos adecuados en el diálogo entre la poesía y la música, un piano cuya acústica se tornó sobresaliente, un atril y un taburete discretos para descansar papeles, agua y vasos.

Anochecía en el Camino La Sortija. El espacio estaba preparado, separado de la zona donde han instalado las furgonetas de ‘food-trucks’ (furgonetas que ofrecen servicio de comida y/o bebida en formato de catering privado) y en cuyas mesas de alrededor los grupos y las familias de potenciales espectadores aguardan expectantes, rememorando aquellas estampas de nativos o visitantes que se sentaban sobre el césped con su pic-nic mientras los chicos corrían y se divertían o se entretenían cerca de las canchas de tenis próximas, entonces todo muy ‘british’.

Ahora, los espectadores rezagados bajan de sus taxis cuya parada han habilitado en los alrededores. Otros apuran el aparcamiento de sus vehículos. Una voz en ‘off’ anuncia que faltan cinco minutos para comenzar la función que algunos miembros de La Pandilla, un grupo portuense de amantes del teatro, van a seguir desde el emplazamiento de las sillas, frente al escenario modesto y austero. Otros asistentes hablan sin parar del éxito del día anterior, cuando fue inaugurado el festival “Veranos del Taoro”, dirigido por Enrique Camacho y concebido para el desarrollo de propuestas escénicas que toman como escenarios espacios no convencionales de la ciudad. Su planteamiento es que los espectáculos estén “mimetizados” con los diferentes espacios escénicos que llevan nombres de flora autóctona del parque Taoro: Laurel de Indias, Arboleda y Tabaiba.

Y ahí, en el primero de ellos, en medio de una noche fresca, fue donde pudimos ver “Dejadme la esperanza”, verso con el que el poeta Miguel Hernández concluye su poema “Canción última”, del libro “El hombre acecha”, aparecido en plena contienda civil entre españoles (1937-38).

Ahí salen Carlos Hipólito para iniciar la singular fusión de poesía y música. Arrancó con tres heridas, “la del amor, la de la  muerte, la de la vida” y ya sabía el público –y si no lo sabía, lo descubriría con fruición- que iba a fluir una poesía para espíritus jóvenes y combatientes, para apasionados del amor, para emprendedores del trabajo, de la justicia y la solidaridad, para el idealismo redivivo, o sea, las utopías de ayer y los derechos de hoy. Alguien escribió que Hernández remueve conciencias con el don y el látigo de su palabra. Y escuchándola en voz  de Carlos Hipólito –inevitable acordarse de Carlos Alcántara, un personaje clave de ‘Cuéntame cómo pasó’ (RTVE), a quien dobla), mejor comprendimos que esa palabra ética se convirtió en palabra poética, incorruptible. Miguel Hernández, el pastor poeta del pueblo, sigue siendo un poeta necesario, el que se agiganta cuando es declamado y cantado en público, como ocurrió cuando al nocturno del Taoro se escucharon  Nana de la cebolla, Menos tu vientre y Para la libertad, ya con el público rendido.

El barítono zamorano Luis Santana y el pianista José Manuel Cuenca tuvieron a su cargo el sello musical, en la línea de seriedad de la performance y hasta con licencia para una excepción en el contexto: cuando interpretaron El día que me quieras, de Amado Nervo y que popularizara el inolvidable Lucho Gatica. Y los asistentes, al fresco de la noche, la coreaban.

Ya era de noche y la panzaburro predominaba en los cielos y no dejaba lucir las estrellas. Pero el laurel de Indias seguía incólume, como faro anunciador de que en el Puerto ha surgido un festival, Veranos del Taoro,  cuya primera edición era ayer noche clausurada, en medio de espacios naturales, bajo las estrellas, en la magia de la noche abierta, en un área privilegiada donde es posible compatibilizar desarrollo económico con sostenibilidad.

La cultura siempre gana.

 

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