Anochecía en el
Camino La Sortija, donde latía, de otra manera, el parque Taoro. Un escenario
modesto y austero cuyo telón de fondo es el ramaje hirsuto del viejo laurel de
Indias que ha resistido todos los desgastes y toda la erosión. Allí recuerdas
que jugamos, aprendimos y enamoramos en las cortas tardes de otoño. Qué tiempos
los del bachiller pletórico donde ahora iban a recitar poemas que, por culpa de
Maruja Martín Real, la señorita Maruja, inolvidable profesora de Griego, Latín
y Literatura, memorizamos en plena adolescencia. Ahora son tiempos de atrezo
sencillo, de utilería sin pretenciosidades, ni falta que hacen: una colección
de velas sobre el piso de la madera para ambientar, un minimalista juego de
luces para los efectos adecuados en el diálogo entre la poesía y la música, un
piano cuya acústica se tornó sobresaliente, un atril y un taburete discretos
para descansar papeles, agua y vasos.
Anochecía en el
Camino La Sortija. El espacio estaba preparado, separado de la zona donde han
instalado las furgonetas de ‘food-trucks’ (furgonetas que ofrecen servicio de
comida y/o bebida en formato de catering privado) y en cuyas mesas de alrededor
los grupos y las familias de potenciales espectadores aguardan expectantes,
rememorando aquellas estampas de nativos o visitantes que se sentaban sobre el
césped con su pic-nic mientras los chicos corrían y se divertían o se
entretenían cerca de las canchas de tenis próximas, entonces todo muy
‘british’.
Ahora, los
espectadores rezagados bajan de sus taxis cuya parada han habilitado en los
alrededores. Otros apuran el aparcamiento de sus vehículos. Una voz en ‘off’
anuncia que faltan cinco minutos para comenzar la función que algunos miembros
de La Pandilla, un grupo portuense de amantes del teatro, van a seguir desde el
emplazamiento de las sillas, frente al escenario modesto y austero. Otros
asistentes hablan sin parar del éxito del día anterior, cuando fue inaugurado
el festival “Veranos del Taoro”, dirigido por Enrique Camacho y concebido para
el desarrollo de propuestas escénicas que toman como escenarios espacios no
convencionales de la ciudad. Su planteamiento es que los espectáculos estén
“mimetizados” con los diferentes espacios escénicos que llevan nombres de flora
autóctona del parque Taoro: Laurel de Indias, Arboleda y Tabaiba.
Y ahí, en el
primero de ellos, en medio de una noche fresca, fue donde pudimos ver “Dejadme
la esperanza”, verso con el que el poeta Miguel Hernández concluye su poema
“Canción última”, del libro “El hombre acecha”, aparecido en plena contienda
civil entre españoles (1937-38).
Ahí salen Carlos
Hipólito para iniciar la singular fusión de poesía y música. Arrancó con tres
heridas, “la del amor, la de la muerte,
la de la vida” y ya sabía el público –y si no lo sabía, lo descubriría con
fruición- que iba a fluir una poesía para espíritus jóvenes y combatientes,
para apasionados del amor, para emprendedores del trabajo, de la justicia y la
solidaridad, para el idealismo redivivo, o sea, las utopías de ayer y los
derechos de hoy. Alguien escribió que Hernández remueve conciencias con el don
y el látigo de su palabra. Y escuchándola en voz de Carlos Hipólito –inevitable acordarse de
Carlos Alcántara, un personaje clave de ‘Cuéntame cómo pasó’ (RTVE), a quien
dobla), mejor comprendimos que esa palabra ética se convirtió en palabra
poética, incorruptible. Miguel Hernández, el pastor poeta del pueblo, sigue
siendo un poeta necesario, el que se agiganta cuando es declamado y cantado en
público, como ocurrió cuando al nocturno del Taoro se escucharon Nana de la cebolla, Menos tu vientre y Para la
libertad, ya con el público rendido.
El barítono
zamorano Luis Santana y el pianista José Manuel Cuenca tuvieron a su cargo el
sello musical, en la línea de seriedad de la performance y hasta con licencia
para una excepción en el contexto: cuando interpretaron El día que me
quieras, de Amado Nervo y que popularizara el inolvidable Lucho Gatica. Y
los asistentes, al fresco de la noche, la coreaban.
Ya era de noche y
la panzaburro predominaba en los cielos y no dejaba lucir las estrellas.
Pero el laurel de Indias seguía incólume, como faro anunciador de que en el
Puerto ha surgido un festival, Veranos del Taoro, cuya primera edición era ayer noche
clausurada, en medio de espacios naturales, bajo las estrellas, en la magia de
la noche abierta, en un área privilegiada donde es posible compatibilizar
desarrollo económico con sostenibilidad.
La cultura siempre
gana.
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