El
Instituto Prensa y Sociedad (IPYS), una organización no
gubernamental de Venezuela que preconiza la libertad de expresión,
ha hecho público su informe anual que no solo refresca el
delicadísimo trance social que vive el país hermano sino que pone
de relieve la auténtica tragedia que padece la mayoría del universo
mediático del país.
Algunos
datos estadísticos, en efecto, resultan demoledores. La revolución
ha fracasado, la fractura social se prolonga, la escasez de recursos
crece, las prestaciones de servicios son un acopio de tribulaciones,
los precios, y por tanto, la inflación, crecen sin control, la
criminalidad se extiende sin freno... Venezuela va al abismo -si no
está ya- al galope tendido. No es de extrañar, por tanto, la
desazón de un pueblo que no encuentra esperanza alguna con un
régimen totalitario ni el éxodo que muchas familias han emprendido
en busca de horizontes menos sombríos. Nadie se pregunta siquiera
cuántos años harán falta para salir de ésta o recuperarse sino
que se entona un desesperado sálvese quien pueda. Cuestión, pues,
de supervivencia.
Pero
nos ocupa el informe del IPYS que descubre la verdadera cara del
sector de la comunicación y del ejercicio de la profesión
periodística en Venezuela. Tan solo saber que el Gobierno de Nicolás
Maduro ha invertido más de doscientos noventa mil millones de
dólares -el triple que con Hugo Chávez- en publicidad y propaganda,
“con el fin de discriminar a la prensa privada con tendencia
crítica, fomentar la dependencia y forzar al ejericico de un
periodismo cada vez menos incómodo para el poder”, pone los pelos
como escarpias. El desgraciadamente célebre fondo de reptiles de
otros Estados o de otros regímenes se queda corto con estas cifras.
Se dirá que la revolución o el Gobierno, para cumplir el mandato
del pueblo, para alcanzar los objetivos trazados, precisa de medios
de comunicación capaces de interpretar el pensamiento o la ideología
revolucionaria y por eso se les ayuda. Pero es una débil
argumentación en cuanto menoscaba la libertad de expresión y el
pluralismo, valores principales en una convivencia democrática.
El
Gobierno, pretextando algo así como una tendenciosa manipulación,
se niega a ofrecer datos y cifras de la evolución de la economía y
de las finanzas públicas. Hay una obligación constitucional de
presentar a la Asamblea Nacional Legislativa los presupuestos y los
balances económicos pero allí, al incumplirla, se pone de relieve
que no hay separación de poderes y que la fiscalización, por
consiguiente, es un imposible. En la memoria quedan otros
antecedentes, cuando el presidente Chávez prohibió a los periódicos
publicar aquel “parte de guerra” que resumía semanalmente los
crímenes, robos y otros delitos que se registraban los fines de
semana.
Ejercer
debe ser cada día más áspero, más arduo. Cuatro de cada diez
periodistas venezolanos confiesa “haber recibido presiones
oficiales para modificar un producto informativo en el que ellos han
estado trabajando”, según el apartado de censura y autocensura
elaborado por el IPYS. Otro tercio de los periodistas entrevistados
admitió que “han existido órdenes de veto o retirada de la
publicidad oficial por parte de los organismos del Estado”. Por
supuesto, se persigue a y encarcela a reporteros y ciudadanos por
expresar sus criterios u opiniones. El “poder mediático” del
Gobierno ha crecido mediante la adquisición, a través de
testaferros o empresarios interpuestos, de periódicos y medios
audiovisuales. El inevitable cierre de cabeceras y señales se ha
acentuado en 2017.
En
suma, un desastre dentro del desastre. Un país que se arruina y sin
rumbo: ni los medios, con estos considerandos, están en condiciones
de esbozar un rayo de esperanza.
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