Hemos
hablado en distintos foros durante la semana pasada, verdaderamente
agitada, sobre la función social del periodismo. Hemos reflexionado
sobre una idea que, en el fondo, es una aspiración: el periodismo de
calidad es un bien valioso que hay que preservar. Por
eso, en el afán de aprendizaje constante, nos seguimos deteniendo en
el análisis de todas aquellas cuestiones que han de contribuir a
buscar y practicar una tarea que, a menudo, lucha contra las propias
adversidades que es capaz de generar. Un ejercicio que no consiente
arrugas si se ama la profesión, si se quiere informar con rigor y
fiablidad, si se quiere opinar con criterios sólidos y
fundamentados. Y un oficio que es, en sí mismo, una autoexigencia.
Cierto
que ese periodismo de calidad depende, en buena medida, de los
factores que lo condicionan, entre ellos el cambio de modelo de
negocio, a ver si cuaja. Porque si se admite que el convencional o de
toda la vida se ha resquebrajado, habrá que convenir que el proceso
para sustituirlo está siendo muy gravoso y complicado. Baste repasar
lo que está ocurriendo con el mercado publicitario, donde las marcas
y los anunciantes prefieren, cada vez más, las plataformas y los
motores de búsqueda. Sigue abierto, por otro lado, el debate sobre
el modelo de suscripción, sobre todo porque se trata de una
posibilidad en la que la mayoría de los medios no quiere ni
incursionar.
El
periodismo de calidad queda también supeditado a la victoria en la
guerra de las noticias falsas que, según algunos autores, se han
convertido en un yacimiento igual o más lucrativo que el del
periodismo. Resulta que circula fácilmente y es hasta más barato.
Lo peor es que cuenta con un público bastante amplio dispuesto a
creerse cualquier paparrucha, cualquier denuesto. Y digamos que se
rinde -sobre todo, en redes sociales o en medios muy localizados-
ante especies o comunicadores sin escrúpulos a los que da igual
mentir, insultar o deformar con tal de desprestigiar, defender
intereses espurios o ganar notoriedad. Son los del vale todo. Y así
las cosas, cuando se trata de subsistir, es difícil aproximarse
siquiera a los niveles de calidad por los que abogamos. Hasta ese
anhelo de aglutinar una comunidad en torno a una marca eterminada de
lectores/oyentes/televidentes, en definitiva, de usuarios de la
información, se convierte en una meta casi inalcanzable.
Pero
no cerremos las puertas de la esperanza. Hay que esmerarse en la
consecución de esa marca y desarrollarla, aunque haya que armarse de
paciencia y de una clara voluntad de perfeccionamiento, sobre todo,
para labrar vínculos de confianza, principal sostén de una relación
que se antoja como duradera. Es ahí cuando hay que hablar de
viabilidad económico-financiera, cuando en el marco de una
competencia cada vez más feroz, un producto cualificado es capaz de
convertirse en un negocio independiente, confiable y sostenible.
En
el fondo, ¿no es eso a lo que aspiran las sociedades democráticas
que quieren contar con un periodismo crítico capaz de hacer frente a
los poderes que funcionan para defender sus intereses?
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