Firmó
cuatro resoluciones injustas, tal como reconoce la sentencia, pero no
constituyen un delito de prevaricación. Se admite también que el
derecho al secreto profesional “constituye la base de la libre
información y, por tanto, del pluralismo político, que es un valor
superior de nuestro ordenamiento jurídico”. Pero el juez Miguel
Florit ha resultado absuelto.
¿Recuerdan
el caso? Es curioso. Su Señoría había requisado los teléfonos
móviles de dos periodistas, Kiko Mestre, de Diario
de Mallorca, y
Blanca Pou, de la agencia Europa
Press
que cubrían la información del conocido como “Caso Cursach” y
habían consultado telefónicamente distintas fuentes, de modo que
rastrearon sus llamadas que incorporaron al procedimiento. El juez se
incautó de los teléfonos, sin ponderar debidamente el derecho de
los informadores a preservar la confidencialidad de sus fuentes.
La
sentencia recoge todos esos extremos pero absuelve al juez Florit.
Con razón la Federación de Asociaciones de Periodistas de España
(FAPE) ha manifestado en un comunicado que no se entiende la
absolución del magistrado y alerta que la resolución “sienta un
precedente peligroso que podría ser aprovechado para imponer límites
al derecho constitucional de los periodistas al secreto profesional”,
que es uno de los pilares del libre ejercicio del periodismo “sin
el cual muchos de los escándalos de corrupción que se han sucedido
en nuestro país en los últimos años quedarían impunes”.
Claro
que es un precedente inquietante. Si ya la casuística hace dudar a
muchos profesionales y a quienes emprenden acciones por presuntos
delitos de odio o de injurias y calumnias, pese a hacer acopio de
pruebas documentadas, radiofónicas y videográficas, ahora,
tratándose de investigaciones que pretenden dar soporte y
verosimilitud a investigaciones sobre tramas y conductas, esta
resolución del Tribunal Superior de Justicia de Islas Baleares
viene, cuando menos, a frenar muchas iniciativas de pleitos o
demandas.
No
se entiende, en efecto, que el Tribunal sostenga que el juez Florit
no era consciente de la injusticia de sus resoluciones, criterio
calificado por la FAPE como peregrino. Se supone, sostiene la
organización periodística, que un juez debe saber lo que es justo e
injusto antes de producir sus determinaciones.
Está
bien lo de solidarizarse y animar a los profesionales para que sigan
acreditando su nivel profesional pero hay que ser conscientes de la
trascendencia de la resolución absolutoria. Como hay que tener muy
presente la necesidad de disponer de una norma que desarrolle el
secreto profesional de los periodistas. Precisamente, la carencia de
esa ley es recogida en la sentencia de Mallorca pues obliga al juez a
una ponderación con otros principios concurrentes, en este supuesto,
el interés del Estado en perseguir la revelación de secretos. Claro
que la FAPE estima que el vacío legal no impide que ese derecho
constitucional deba ser respetado, de modo que no se castigue o
penalice a quien lo vulnere. Y alude al Codigo Deontológico que
establece que el periodista garantizará el derecho a sus fuentes
informantes a permanecer en el anonimato, si así lo solicitan, con
dos excepciones: que la fuente haya falseado de manera consciente la
información o cuando revelar las fuentes sea el único medio para
evitar un daño grave e inminente a las personas.
Mientras
tanto, ya saben, 'doctrina' Florit.
Jornada
5 de la alarma
Llueve
desde que amanece. La plaza, para hacer honor a su nombre, está
llena de charcos. Empapada. Un grupo de operarios hace tareas de
acondicionamiento. Se supone que entre ellas y la lluvia, la
vegetación lo agradece. Pero otra vez las cifras, las del virus
dichoso, para desmoralizarse. El guasap
en
un no parar. Con razón circula un dato sobre su multiplicación
desde que se inició la pesadilla.
Tras
los cristales, recuperamos aquella poesía de don Antonio Machado con
la que la abuela enseñaba a leer y memorizar.
“Una
tarde parda y fría
de invierno. Los colegiales
estudian. Monotonía
de lluvia tras los cristales.
Es la clase. En un cartel
se representa a Caín
fugitivo, y muerto Abel,
junto a una mancha carmín.
Con timbre sonoro y hueco
truena el maestro, un anciano
mal vestido, enjuto y seco,
que lleva un libro en la mano.
Y todo un coro infantil
va cantando la lección:
«mil veces ciento, cien mil;
mil veces mil, un millón”.
Una tarde parda y fría
de invierno. Los colegiales
estudian. Monotonía
de la lluvia en los cristales.
de invierno. Los colegiales
estudian. Monotonía
de lluvia tras los cristales.
Es la clase. En un cartel
se representa a Caín
fugitivo, y muerto Abel,
junto a una mancha carmín.
Con timbre sonoro y hueco
truena el maestro, un anciano
mal vestido, enjuto y seco,
que lleva un libro en la mano.
Y todo un coro infantil
va cantando la lección:
«mil veces ciento, cien mil;
mil veces mil, un millón”.
Una tarde parda y fría
de invierno. Los colegiales
estudian. Monotonía
de la lluvia en los cristales.
No
hay coro ni carteles y el maestro truena en la memoria. La monotonía
de lluvia en los cristales envuelve una estampa de añoranza pero
también de dolor porque los números son terribles. Los taxis siguen
en la parada más próxima. A la panadería hay que entrar de uno en
uno. La tarde gana en monotonía, apenas alterada por el aplauso y
las conversaciones de balcón a balcón que se escuchan
perfectamente. Se ha ganado en cercanía, aunque los móviles campeen
a sus anchas. Lorenzo Milá, en la televisión pública, convierte
cada crónica, cada pieza, en una lección de periodismo: el
escalofriante dato de que en una ciudad de Lombardía ya entierran a
los fallecidos en localidades próximas porque en su camposanto no
hay espacio, es ilustrativo del sufrimiento italiano. Por cierto, los
amigos de Martinsicuro (Abruzzo) con los que nos hermanamos hace unos
años están bien. Algo reconfortante antes de ir a dormir, algo más
temprano de lo habitual.
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