El
silencio predomina. El confinamiento es silencioso. Desde el exterior
apenas se perciben sonidos.
“Y
a la luz desnuda vi/ diez mil personas, tal vez más/ la gente habla
sin hablar/ personas que oyen sin escuchar… Y nadie se atreve/
molestar el sonido del silencio”. Son versos extraídos de la
inolvidable composición de Paul Simon y Art Garfunkel, ‘The sound
of silence’ (‘El sonido del silencio’).
Solo
lo alteran las campanadas horarias de las iglesias cercanas y las que
redoblan al mediodía, como una suerte de petición de ayuda para que
acabe la pesadilla. Y el trino de los pájaros, temprano y al
atardecer, refugiados en los nidos y el ramaje de los laureles o las
palmeras. Y el ladrido de los perros que, aún atados, nunca antes se
sintieron tan a gusto para caminar. Y el paso de algún avión
militar o de helicópteros de la Guardia Civil que reclama la
atención de los ciudadanos asomados al balcón.
Es
una densidad que impone y solo es modificada por el ruido de motor de
vehículos aislados o de unidades policiales y militares. Por el
soniquete de la mensajería móvil o por los timbrazos de la
telefonía fija y del portero eléctrico.
Solo
interrumpida por la voz recia del barítono invisible que ensaya en
el interior de su vivienda y por los aplausos de las siete. Y por
alguna conversación de balcón a balcón o de viandantes que se
detienen a preguntar si hay novedad o hasta cuándo durará esto.
Hasta
que las sombras de la noche envuelven el silencio predominante y
apabullante.
“Hola
oscuridad, viejo amigo/ he venido a hablar contigo otra vez/ porque
una visión que se arrastra suavemente/ dejó sus semillas mientras
dormía./ Y la visión que se plantó en mi cerebro/ todavía queda/
en el sonido del silencio”, primera estrofa de aquella composición
de Simon and Garfunkel, hoy rescatada no para evocar (porque no hace
falta) sino para palpar que nos envuelve y, en cierto modo, anima
para superar el trance, aunque no sepamos qué nos encontraremos
cuando ese momento llegue.
Día
16 de la alarma
Despertar
y levantarse de noche. El cambio horario. Apenas una señal de la
normalización. Reconforta a media mañana, en el balcón, el sol que
se proyecta y alumbra un cielo azul en el que se adivina el paso de
un helicóptero. Tampoco están los parapentistas, los “hombres
pájaro”, como enfáticamente les llamaba Gilberto Hernández
Linares al irrumpir en su particular universo aeronáutico.
Casi
nunca vemos televisión en horario matinal pero esta vez hacemos una
excepción y nos detenemos en el programa de RTVE que presenta, con
elegante solvencia y sin sobreactuar, María Casado Paredes, quien
entrevista a un señor cordobés de 106 años que se maneja bien con
la tecnología y sabe lo que es skype,
que
está utilizando en ese momento. Milagros de la vida y de los
avances, quien sabe si frenados por la pandemia. Después, la noticia
de la baja del doctor epidemiólogo Fernando Simón, el hombre
antipánico, tan injustamente tratado en algunos sitios. Ha dado
positivo en coronavirus.
Unidades
policiales y militares concentradas en el exterior de casa. Uno de
los efectivos pregunta, muy formalmente, dónde vamos: “A comprar
pan y agua”. Y seguimos, compartiendo el vacío de las calles y
reencontrándonos con amigos en el interior del establecimiento,
ansiosos de saber que las cifras apuntan a una estabilización.
Pero,
a primeras horas de la tarde, la noticia de un caso detectado en el
Hogar Santa Rita donde tantas personas, del Puerto y de otras
localidades insulares, pasan su ancianidad, ensombrece de nuevo el
panorama: Gobierno y empresarios discrepan a propósito de las
últimas medidas que, por poco, no aparecen en el Boletín Oficial
del Estado. Las estimaciones de Donald Trump, con un número de
muertos, son estremecedoras. Y desde Brasil se escucha el tan-tan de
sables. En China, en algunas ciudades, abren plazas y avenidas y la
gente se abraza.
Pero
la pandemia sigue.
1 comentario:
Excelente crónica.
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