viernes, 4 de noviembre de 2011

COSTUMBRISMO PORTUENSE (V)

Jóvenes portuenses de diferentes generaciones tuvieron en el baile una diversión común. Las verbenas populares, principalmente en ocasión de las fiestas, fueron una cita recurrente, pese a las restricciones impuestas por el propio régimen político y por la Iglesia, que consideraba el baile algo pecaminoso.

Era curiosa la estampa: muchas madres acompañaban a sus hijas y se sentaban a su lado. Los hombres recorrían la pista acotada por sillas o butacas e invitaban a bailar y casi había que pedir permiso a la madre que se quedaba vigilante, en caso de que la descendiente accediera.

Había expertos, verdaderos bailarines que también causaban las delicias cuando acudían a un barrio alejado o otra localidad -muchas veces ¡caminando!- y podía escucharse mientras la orquesta tran-tran seguía con su repertorio plagado de pasodobles: “Ese es del Puerto, seguro. Y aquellos que están allí, también”.

Fueron célebres los bailes populares del cinema Olympia que, en carnavales, a causa de la multitud que poblaba la sala y del calor humano que despertaban, eran llamados los “bailes o baños turcos”. Por contra, un baile distinguido, el de Blanco y Negro, era el que acogía el teatro Topham, cita anual en las Fiestas de Julio: las mujeres de blanco y los hombres con traje oscuro. Las parejas disfrutaban con los boleros que empezaban a predominar. La convocatoria desapareció con el teatro. Años después, intentaron reeditarla. Sin éxito. Las costumbres habían cambiado notablemente.

Aparecieron los bailes de magos y la tendencia bailonga de los portuenses recobró vida después de desfilar por todas las discotecas y salas de fiesta que en la ciudad han sido. El bum turístico y la vida nocturna marcaron los hábitos de diversión a partir de la segunda mitad de los años sesenta. Había que bailar al aire libre: los costados sur y norte de la plaza del Charco, el parque San Francisco -nunca cerrado del todo-, El Penitente y la zona del Lido San Telmo fueron las pistas. Hasta la más reciente de la plaza de Europa. Hubo dos debates con los bailes de magos: si había que ir con atuendo total, como si fuera la romería de La Orotava (curioso: los primeros que se vestían para ir al de la Villa o al de Los Realejos eran los mismos que se oponían cuando tocaba el del Puerto); y si había que pagar, pese al anunciado carácter benéfico. Algún año, solución fue hacer una convocatoria paralela libre y gratuita. No fue la mejor, desde luego.

En este marco bullanguero de diversión local, no olvidemos los guateques, reuniones dominicales vespertinas para adolescentes, bachilleres y los primeros universitarios que se celebraban desde que llegaba el buen tiempo. En ellos triunfó el cap, un cóctel o producto refrescante espumoso preparado por los mismos organizadores mezclando bebidas alcohólicas suaves con zumos y fruta troceada. Lo consumían jóvenes de ambos sexos. Algunos atrevidos, cuando se corrió la voz, lograron introducir en varias ocasiones pastillas de clorhidrato de yoimbina, de propiedades afrodisíacas cuyos efectos se dejaron notar, claro que sí.

Era costumbre estrenar ropa el Día de la fundación de la ciudad (popularmente, Día de la Cruz, 3 de mayo) y en las Fiestas de Julio. Algunas chicas privilegiadas lucían hasta tres trajes. Y otras, dos. En la tercera jornada festiva, se ponían el de la primera. Y venga, a dar vueltas a la plaza, grupos de cuatro o cinco amigas. Los chicos, claro, en sentido contrario para saludarse, decir adiós o guiñar un ojo. Algún varón se sumaba y se colocaba en un extremo al lado de quien le gustaba. Al d´ñia siguiente, lo sabía todo el pueblo. ¡Ah! Y con un duro (cinco pesetas de entonces) tenía que dar para un helado, las golosinas... y ahorrar, que para eso había huchas personales en casa.

El 29 de noviembre, víspera de San Andrés, era el día de correr el carro o el cacharro. Niños y no tan niños recorrían los barrancos, la marea, solares y descampados haciendo acopios de latas, cacharros y todo tipo de deshechos metálicos que luego, desde primeras horas de la tarde, atados o sin atar, arrastraban por vías y calles portuenses hasta concentrarse en la plaza del Charco, la madre de todos los cacharros por una noche. Durante el franquismo, la celebración estuvo proscrita y los jóvenes de ambos sexos corerían delante de los guardias municipales o se iban por otra calle cuando, a veces porra en mano, les intimidaban.

Era un espectáculo sin igual del que se contagiaban muchos extranjeros. Era posible ver a alguien empujando un somier inservible y un aprendiz de galán arrastrando una simple chapa de cerveza atada a un cable. La gente se colocaba en los bordes perimetrales de la plaza, en las esquinas más próximas a la parada de taxis, por donde rozaban y echaban chispas los restos metálicos. En ciertta ocasión, un joven futbolista local se cortó un tendón. Y en otra, pasada la medianoche, hicieron, junto al laurel central, una auténtica montaña de cacharros que llegó a elevarse unos cuantos metros.

Años después, ya en la democracia, desaparecida la prohibición y con las vías peatonales, la celebración perdió pujanza. Cobró un carácter más serio pero no menos lúdico. Se profundizó, mediante exposiciones y talleres prácticos, en sus orígenes y en sus valores etnográficos, en tanto que despachaban vino nuevo, castañas y gofio amasado para animar el jolgorio. Un “cacharródromo” surgió en los alredores del muelle y de la plaza (Continuará).

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