sábado, 12 de noviembre de 2011

COSTUMBRISMO PORTUENSE ( y VI)

Cuando no había tanatorios o cuartos mortuorios, la costumbre vera velar a los fallecidos en sus propias casas, hecho que, con el tiempo, se tornaría cada vez más difícil dada la accesibilidad y las nuevas tipologías constructivas. La gente se concentraba en los exteriores o alrededores de la vivienda para seguir luego al cementerio. “No hay boda sin llanto ni duelo sin risa”, frase que se cumplía casi al pie de la letra pues las horas eran largas y se entremezclaban las muestras de dolor con los recuerdos, las bromas y los chistes. Los vecinos prestaban sillas o hacían infusiones para los deudos. Según la distancia, hasta el camposanto cargaban a hombros el féretro hasta la iglesia. Luego se hizo común el desplazamiento en el coche fúnebre, cargado de coronas de flores. Los hombres acudían bien trajeados al sepelio; las mujeres, casi siempre de negro.

Hasta que en alguna parroquia y en sedes de asociaciones vecinales habilitaron estancias mortuorias para dar el último adíos al fallecido y tanto los familiares como los amigos, vecinos y allegados pudieron moverse con mayor soltura, tanto para acompañar como para acudir en cualquier momento. Eso hizo que la norma no escrita de acudir al acto mismo del entierro se flexibilizara. La gente iba, saludaba, daba el pésame, estaba el tiempo que podía o quería y se justificaba si no podía estar en el ceremonial.

Los portuenses, por cierto, han sido muy dados a anticipar el fallecimiento de personas y con frecuencia nos hemos equivocado. Nadie sabien quién ni cómo pero se ponía en circulación la noticia de la muerte de algún vecino o paisano que podía estar enfermo o internado y, sin ser cierta, se extendía rápidamente. Luego, al no confirmarse, todo eran excusas y justificaciones.

Ir a los gallos fue otra costumbre. Espectáculo para los hombres. Domingos y festivos al mediodía. Cruce de apuestas. Griterío. Norte y La Espuela. En el teatro Topham. En el parque San Francisco. Puede que en algún otro escenario.

Como también lo fue jugar en loterías domésticas, precursoras de los bingos. Es curioso que, con tales antecedentes, ahora mismo no haya una sola sala en la ciudad. Entonces estaban los locales de la Cruz Roja o la plazoleta Pérez Galdós. Y hasta en las playas podía verse a grupos de mujeres y jóvenes de ambos sexos cantando líneas, cuajándose y gritando de alborozo cuando completaban el cartón.

La otra lotería, el sorteo de la nacional, iba en aquel maletín de madera de don Domingo 'el Lotero' que, siempre encorbatado, recorría a pie la ciudad vendiendo billetes y comprobando los resultados. Una sola persona y sin los recursos técnicos de hoy en día para atender a casi todo un pueblo en sus coqueteos con la fortuna.

En las vísperas de San Juan, allá por junio, hacían capilllas o arcos en las casas, con fotos o pequeñas imágenes del santo, con fruta temprana y algún otro símbolo natural para dar la bienvenida al buen tiempo, para renovar el espíritu y para, en definitiva, mantener la tradición. Las chicas dejaban papelillos escritos ligeramente empapados con el nombre de sus pretendientes o de sus amores soñados. Si no se borraba la tinta, era la creencia, habñía más posibilidades de que fuera el hombre de su vida. El baño de las cabras en el muelle o la primera jornada de playa, con caseta y todo, eran el complemento del encendido de las hogueras en fincas, descampados y barrancos.

En Carnaval y en Semana Santa las mujeres del Puerto de la Cruz hacían torrijas, una variante de las célebres tostadas francesas. Para cumplir con las normas eclesiásticas y extender las costumbres, en Viernes Santo no se comía carne, sustituida por cualquier tipo de guiso o pescado, generalmente tollos. Durante muchos años, no había cine desde el Jueves Santo hasta el domingo de Pascua. Y también cerraban las salas de fiesta mientras la música sacra podía escucharse por muchos rincones de la ciudad.

En algunas casas, y no necesariamente en estas fechas señaladas, también se hacían tachones o caramelos de cuadritos, a base de azúcar tostada, que hacían las delicias de los más pequeños. Cuando no había máquinas expendedoras ni se conocían las palomitas de maíz, en muchos hogares portuenses ya se freía millo y se consumían cotufas.

Otra costumbre, derivada de la emigración: los familiares acudían, casi en tropel, al puerto de Santa Cruz de Tenerife o al aeropuerto de Los Rodeos -cuando se puso en marcha el del sur, la distancia terrestre condicionó el hecho- a despedir o a recibir familiares que venían de Venezuela o de otras latitudes. Eran unas escenas curiosas, que se repetían cíclicamente. Abrazos de alegría y lágrimas se entrecruzaban mientras se desarrollaban las tareas de carga y descarga o de facturación.

Y como las que hemos ido describiendo, seguro que otros muichos hábitos, algunos convertidos en tradición. Cosas de ayer, cosas de aquí, cosas nuestras que contribuyeron a configurar un modo de ser, una personalidad. La idiosincrasia, al fin. Cosas que, como el poeta, a veces te atan sin razón, tu corazón, y algunos no comprenderán.

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