lunes, 10 de septiembre de 2012

ASÍ DE NOBLE, ASÍ DE SENCILLO


Se cumplen mañana veintiocho años del desgraciado suceso de La Gomera, un pavoroso incendio en el que perdieron la vida veinte personas, entre ellas la de Francisco Afonso Carrillo, que había sido alcalde del Puerto de la Cruz y en aquel momento ejercía como gobernador civil de la provincia. Para evocar la fecha, hemos rescatado un texto exhibido en el curso de un homenaje que le fue tributado en 2009.
Recuerdo bien su primera intervención pública, en el parque San Francisco, en un mitin (de los primeros que se celebraba en plena Transición política) en el que también participaban otros representantes del Partido y hasta de UGT que entonces esbozaban su condición de aspirantes y revelaban su inexperiencia.
Paco Afonso estaba tan nervioso, se trabucó de tal forma que terminó pidiendo perdón: “Espero que me disculpen en estos momentos”, vino a decir mientras sonaban los aplausos tranquilizadores.
En aquel mismo escenario, pocos años después, tras el resonante triunfo en las elecciones locales de 1983, Juan Rodríguez Doreste, con un pie en la República y otro en la Monarquía constitucional, le llegó a piropear en medio del jolgorio: “Mucha suerte tienen ustedes con el alcalde, que hasta guapo es”.
Aquella espontaneidad de su carácter alimentaba un liderazgo político incipiente.
Nos conocíamos desde jóvenes, desde aquel San Telmo poblado de lanzamientos, arrumacos, noviazgos, envite y primeras cervezas; desde aquel Cima Club de escala en hi-fi y procesiones, de lecturas de textos prohibidos, de juegos de mesa y primerísimas reivindicaciones; y desde aquellos partidos en el solar de El Tope o de aficionados en El Peñón.
Me pidió que le echara una mano cuando arrancaba aquella aventura. La política fue un auténtico descubrimiento para él y se convirtió en una pasión. Nuestra relación amistosa se fortaleció respetando cada cual su respectivo quehacer: la alcaldía y el periodismo. A medida que pasaba el tiempo, los dos éramos conscientes de que estábamos en la primera fila de un ciclo histórico.
Fue creciendo políticamente. Si gozó de buena prensa es porque supo ganárselo. Con su modestia, su sencillez, su predisposición, su talante… Escuchaba a todo el mundo y le sugería alguna solución, aunque resultara difícilmente factible. Estaba presente en todo: en actos, en fiestas, en procesiones, en entierros, en bodas, en congresos, en conferencias…
En enero de 1983, hizo una segunda petición personal: que le acompañara en la candidatura que iba a encabezar nuevamente. Lo hizo después de que un par de enviados especiales para sondear no obtuvieran respuesta favorable. Nos dimos un abrazo la noche que le dí mi aceptación. Sin amargura alguna, omito premeditadamente -quizá lo cuente en unas memorias si es que alguna vez ven la luz- lo ocurrido con los puestos y responsabilidades finales después de los planteamientos que fraguaron la incorporación a la política activa, tanto en la primavera de aquel año como cuando en el verano de 1984 se produjo el relevo en la alcaldía a raíz de su nombramiento como gobernador civil.
De aquellos años, de aquella relación, guardo para bien una cualidad suya: era enemigo frontal de las exclusiones, no le gustaban los testimonios y las acciones fraguadas con malicia y orientadas a la marginación de compañeros o personas que discrepaban. A lo mejor callaba, pero no otorgaba. Condenó el sectarismo: no iba con su forma de ser.
Igualmente, por su carácter y por lo que iba aprendiendo en aquella democracia naciente, obraba de forma que no se incurriera en caudillismos, en modos unipersonales de gestión o actuación. Prefería hablar de equipo y sensibilizar a quienes le rodeaban de la importancia de las decisiones colegiadas.
Además, nos quería a todos alegres, vivos y dinámicos, motivados para cualquier cometido.
Una noche, actuando Víctor Manuel en el escenario donde recordó sus apariciones en el desaparecido Festival de la Canción del Atlántico, el cantautor asturiano lanzó otra ‘perla’: “¡Y es que tenéis un alcalde de puta madre!”. En otra ocasión, Mari Carmen, la de los muñecos, se quedó traspuesta cuando se acercó con doña Rogelia hasta la primera fila donde Paco seguía el espectáculo: “Y este señor tan modoso, ¿quién es?”, preguntaba la ventrílocua. “Soy el alcalde”, respondió con voz trémula. Y Mari Carmen, o sea, doña Rogelia: “¡Ostras, el alcalde! Que hoy no cobramos”.
Así de espontáneo, así de natural, así de sencillo, así de noble… Tan apreciado, tan respetado, más allá de su trágica muerte. La placa de su busto, en la plaza Concejil, desde contempla parte de su obra es reveladora:
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