Ha dicho Kike Sarasola, presidente de una cadena hotelera que
intenta aplicar una particular filosofía de su producto turístico desde la
utilización de las redes sociales, mediante la interacción y la introducción de
determinadas prácticas, que “se nos ha olvidado sonreír al cliente, agradarle,
pague un euro o pague trescientos”. Seguro que muchos empresarios y
profesionales veteranos, cuando lean esta afirmación, incidirán en la que fue
una cualidad distintiva de la atención en establecimientos hoteleros, restaurantes
y comercios en los momentos que el turismo empezaba a alcanzar su velocidad de
crucero y a consolidarse como medio de vida de tantas y tantas personas. Como
más de uno, al calor de su experiencia, la habrá reivindicado en algún momento
de la evolución del sector y de su propia trayectoria, dirán que Sarasola no
descubre nada pero que tampoco está de más esa apreciación, sobre todo en
tiempos de estrecheces.
Llama la
atención, desde luego, que hable de ello quien, según se ha sabido, se esmera
en innovar y modular una oferta a base de aplicaciones tecnológicas
vanguardistas, sin olvidar, eso sí, el trato personalizado. El negocio está
cambiando, se impone la cualificación, las tendencias son cada vez más
determinantes y de ellas derivan exigencias a las que las empresas deben dar
adecuadas respuestas para ser competitivas y contribuir a una oferta de
conjunto mucho más atractiva. El ‘no’ no existe es uno de los principios
funcionales de este promotor que demuestra ser consciente de la importancia de
los métodos a aplicar con tal de fidelizar clientes.
En cualquier
caso, ese olvido de la sonrisa como expresión de la amabilidad, cualidad del
carácter del isleño que ha trabajado en el turismo, es corregible, a base de
formación y de programas específicos que favorezcan la recuperación o el
cultivo de un factor primordial. La amabilidad, sinónimo de nobleza cuando se
emplea sin falsedades o cuando no se interpreta un papel, permitió suplir las
carencias profesionales durante una larga época. Los conocimientos idiomáticos,
por ejemplo, eran limitados o inexistentes. Pero existían las sonrisas, los
gestos, la predisposición y la prontitud para prestar el servicio que se pedía
en una lengua distinta. Todo un capital. Era cuestión de talante y el isleño
acreditó el suyo hasta que, por múltiples razones, se desvirtuó o se evaporó,
como ha venido a recordar Kike Sarasola haciendo una invitación para que el personal,
el que trabaja cara a cara con el cliente, y para que la población, la que
convive, la que comparte inquietudes y sensibilidades con el visitante, se
conduzca con la amabilidad que tan poco cuesta pero que tantos beneficios puede
reportar porque al otro lado siempre habrá alguien que lo valore. Seguro.
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