Dos cuestiones
previas.
Una: el artículo 3
de la vigente Constitución española comienza así: ·”El castellano es la lengua
española oficial del Estado. Todos los españoles tienen el deber de conocerla y
el derecho a usarla”.
Otra: La deconstrucción
del lenguaje postula que el significado, tal como se accede
a través del lenguaje, es indeterminado porque el lenguaje mismo es
indeterminado. Es un sistema de significantes que nunca puede
significar plenamente: una palabra puede referirse a un objeto, pero nunca
puede ser ese objeto.
Conclusión:
deconstruir no es destruir, sino desmontar la realidad social,
para descubrir sus mecanismos engañosos. En un sentido amplio significa
criticar, desactivar prejuicios, poner a la luz privilegios, pero en un sentido
más técnico, remite a la obra de uno de los autores más valorados por el
pensamiento woke: Jacques Derrida. La aparente sencillez de ese estilo o
filosofía -que tiene origen en justos movimientos reivindicativos- se complica
en la obra de sus teóricos, que asumen el sofisticado y con frecuencia difícil
lenguaje de la filosofía posmoderna.
Hasta dónde alcanza el citado derecho, el deber es una cuestión que sobrevuela el
ambiente en cualquier época del año que nuestras plazas y calles acogen a
comerciantes de la pluma y el papel y a lectores ávidos de vivir más vidas que
la unitaria que les es propia.
Los datos son, a todas luces, positivos: el 68,5 por ciento de
la población española lee con frecuencia, porcentaje que va en aumento respecto
de la última década. Además, durante el confinamiento más duro, parece que casi
la mitad de los ciudadanos de nuestro país afirmó ocupar parte de su tiempo
libre entre libros. Algo bueno tenía que traer aquella pandemia…
Sin embargo, una bruma neblinosa tiñe de gris tan alegre
panorama. Y nos empaña la perspectiva desde varios frentes. Por un lado,
tenemos un nuevo capítulo que se ha estrenado de la cansina serie a la que nos
hemos abonado –esperemos que sin contrato de permanencia- con una parte de
nuestra clase política, titulado “Todas, todos, todes”. Hasta hace no tantos
años nos sorprendíamos cuando, más allá de la lógica economicista del lenguaje,
se empezó a generalizar el “todos y todas”, “niños y niñas”. Y desde una
perspectiva ideológica o política se podrá estar o no de acuerdo con esta
deriva lingüística, pero desde la base morfológica y sintáctica propia de
nuestra lengua, parece haber un mayor consenso: esta duplicidad en el lenguaje
ignora fundamentos elementales de nuestro idioma y tampoco contribuye a
solucionar el problema social al que busca dar respuesta.
Pero da igual, ya hemos dado un paso más en esta frenética
carrera del absurdo: vamos a por el tercer género o “género neutro”. Y alguno
dirá: es necesario visibilizar otras realidades. Pues muy bien. ¿seremos más
tolerantes y empáticos a base de machacar la lengua de Cervantes y quedarnos
sin saliva y sin tiempo cuando queramos referirnos a una generalidad tan
diversa como lo es la del ser humano? Porque si ese es el precio a pagar,
parecería asumible. Pero el problema es que todo esto no parece más que una
patraña electoralista para entretener al público enviándose memes por whatsapp,
mientras volvemos a desenfocar lo
sustancioso, lo trascendente.. Y disculpen si a estas alturas no creamos en la
magia ni en los demagogos…
Pero si este asunto no causa ninguna inquietud, digan cómo se
les queda el cuerpo con este otro titular del que la prensa internacional se ha
hecho eco hace unas fechas días y que se encuentra intrínsecamente vinculado al
mismo maltrato: “Varias universidades británicas piden que no se penalicen las
faltas de ortografía para no ser <<elitistas>>». Es para echarse a
temblar, ¿verdad? Ahora bien, los amigos británicos no han hecho otra cosa que
formalizar lo que la universidad española lleva años aceptando de forma
subrepticia. A fin de cuentas, y siguiendo con el argumento anterior, alguno
pensará: el lenguaje está vivo, ¿qué más dará escribir bien o mal? ¿Para qué
sirve una correcta ortografía o una gramática cuidada? Todos, todas, todes
debemos expresarnos como queramos, en plena libertad, ¿no era así? El problema
es que para pensar primariamente necesitamos el lenguaje; luego, si el lenguaje
está viciado, nuestro razonamiento mental tampoco podrá construirse
adecuadamente ni, mucho menos, transmitirse. Y es en ese punto donde corremos
el riesgo de involucionar y que algún lumbreras nos encandile con su lenguaje
inclusivo y otras pamplinas varias.
Menos mal que siempre nos quedará la foto con el libro en las
manos para celebrar el Día del Libro en... las redes sociales, claro.
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