-Yo nunca he escrito en esa máquina-, debí decirle con cara
angelical, impactado por el tecleteo y la impresión en aquel papel cuartilla.
-Algún día escribirás-, replicó él, sentado en la mesa del
viejo comedor, casi descartando que accediera al artilugio con tan temprana
edad.
Era una ‘Remington’, pequeña, pero parecía gigantesca. Aquel
objeto debía estar activando los resortes de la vocación.
Y vaya que si escribimos. Las primeras crónicas, los primeros
artículos, aún en el primer curso de bachillerato, las rudimentarias ediciones
de aquellos intentos de periódico escolar. Lo cierto es que al principio fue la
máquina, la máquina de escribir, compañera indispensable hasta su agotamiento,
hasta que fue reemplazada por tal suerte de dispositivos que la liquidaron sin
remisión.
Han instituido un Día Mundial de esa obsoleta e inservible
máquina. Se celebró el 23 de junio pasado. Pasó inadvertida la fecha, como era
de prever, pero en algún lado lo habrán celebrado. Puede que los
coleccionistas. Puede que en el futuro tenga otro relieve, siquiera acordándose
de una conmemoración en vísperas del universal san Juan y su fuego purificador.
Después de aquella ‘Remington’ vinieron otras. Una, en forma
de regalo como premio por haber alcanzado cierta cantidad de pesetas en la
libreta de ahorros. La entregó en persona el director de la sucursal. Era la
‘Olivetti’, con sus formas modernistas en azul y blanco. Se conserva. Con su
estuche y todo. Descuiden: no está en venta.
Luego, también de reducido tamaño, pero valiente y
predispuesta en cualquier rincón, hasta en la mesilla de un avión, funcionó la
‘Olympia’, nombre de cine y connotaciones griegas que alumbró no pocos
originales, trabajos personales de la formación, además de periodísticos.
Y en las redacciones que íbamos frecuentando estaban las de
otras marcas y las de carro más largo: ‘Imperial’, ‘Underwood’, ‘Mercedes’…
Hasta una ‘Burroughs’, color caqui, aparece en la memoria.
Escribimos, a veces aporreando el teclado cuyas letras
palidecían entre el sudor, la grasa y la debilidad de la pintura. Siempre el
‘qwerty’ de la segunda línea, bajo los números, tan recurrente para quienes
habían cursado clases de mecanografía. Aprendimos y nos familiarizamos con la
carcasa, con el tabulador, con la barra espaciadora, con el carro, con el tilín
que anunciaba que se agotaba el espacio… Memorizamos su sonido instrumental,
inmortalizado por Leroy Anderson, y del que circulan numerosas versiones de muy
distintas orquestas. Escribimos, con ellas sobre la mesa, y luego a bordo de
carritos con ruedas para facilitar el desplazamiento. Cuartillas, folios, papel
milimetrado… Con goma de borrar en forma de lápiz rematado con una escobilla
para despejar los restos. Y con papel carbón, aquel que se utilizaba para hacer
copias, alguna de las cuales salía tan difusa que era ilegible. El cambio de
carretes, obligado, cuando perdían tinta -algunos venían bicoloreados, rojo y
negro- se convirtió, igualmente, en una prueba de destreza.
Hasta que aparecieron las eléctricas y la escritura
mecanográfica cobró otra dimensión, sobre todo por la agilización en la
producción y por una mayor facilidad para corregir los errores. Primero, la ‘Canon’;
pero, sobre todo, la ‘Brother’ que había sido regalada por alguien muy querido
y que un voraz incendio en la vieja Casa del Pueblo de la localidad destruyó
con enorme pena, fueron las últimas antes de ceder el testigo a los ordenadores
y a los nuevos sistemas de computación, siempre en permanente evolución.
Más grandes, mejor diseñadas, aún puede verse algunas
unidades en departamentos de las administraciones o en dependencias donde la
modernidad no ha entrado del todo, como si estuvieran disponibles para un
postrero servicio. Han dejado de fabricarlas. Quizá por ello los coleccionistas
y los propietarios de museos hablan ya de joyas y de obras de arte. Una foto,
un cuadro, una composición son un motivo obligado para la nostalgia.
Alguien se apiadó de ellas, de su impagable aportación, e
instauró el día en que se conmemora su invención, atribuida, por cierto, al
norteamericano Lathan Sholes. Ya saben: 23 de junio. Los que aprendimos y nos
curtimos con su funcionamiento debemos estar agradecidos.
(Publicado en Tangentes, número 48, julio 2012)
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