Un breve recorrido por las redes sociales, un par de
conversaciones con amigos más o menos entendidos y un somero examen de algún
estudio sociológico sobre el particular convergen en la misma conclusión: los
partidos políticos atraviesan en nuestro país acaso su etapa más crítica desde
el advenimiento de la democracia. En recuperar la confianza de la ciudadanía,
tal es el desapego hacia la política en general, deberían concentrarse casi
todos sus esfuerzos y la mayor parte de sus estrategias: el sistema puede
correr peligro.
Las
organizaciones políticas han perdido credibilidad y la gente se ha cansado.
Aquel eufórico florecimiento de opciones en los primeros años del pluralismo
libre y democrático dejó paso a la teórica estabilidad derivada de dos grandes
partidos que en tanto van alternando la estancia en el poder en cuanto observan
y procuran modular las relaciones con los partidos nacionalistas en la
confianza de que los sentimientos que alimentan estén siempre bajo control. El
panorama es similar en casi todo el país. Sólo las fluctuaciones electorales
inclinan la balanza.
Tras la
estabilidad y la consolidación del bipartidismo, asistimos a ese preocupante
fenómeno del desapego, alimentado por las penurias de la crisis, pero también
por los escándalos descubiertos en instituciones y poderes públicos; por los
comportamientos inadecuados y reprochables de algunos cargos públicos y, sobre
todo, por la carencia de respuestas firmes y directas de los propios partidos a
los problemas más acuciantes de amplios sectores de la sociedad.
Está siendo
muy lenta y muy limitada la reacción de las organizaciones políticas para
asimilar el momento histórico que se vive. Es como si no hubiera conciencia en
los núcleos dirigentes y en las propias bases de que estamos ante una crisis
estructural, de capacidades y de modelo. Una crisis en la que la política ha
empequeñecido ante los mercados y las manos negras que tanto aprietan hasta
apenas dejar los resquicios para la evasión de capitales y amnistías fiscales.
Lo que queda del Estado del Bienestar, para entendernos, es apenas un foco de
resistencia, una referencia, todo lo más, de una etapa que ya no volverá.
Los partidos
políticos deben replantearse muchas cosas para superar el trance. Ahí tienen
fenómenos sociales como el del 15M que son espejo de lo que disgusta a la
gente. Han surgido, entre otras cosas, porque desconfían de la actitud de los
partidos y de su funcionamiento. Mientras ahí se fragua, posiblemente, otro
modelo de participación y reivindicación social, las organizaciones partidistas
deben elaborar su propia alternativa. Está bien que debatan más y sin corsés,
está bien que renueven y vayan arrinconando los nominalismos, está bien que
flexibilicen sus canales de participación y que las bases, por fin, sean dinámicas
y reacias al inmovilismo y la manipulación. Pero sus intereses cortoplacistas o
electorales no bastan. Ahora está en juego mucho más: ni más ni menos que
frenar la incredulidad de la ciudadanía; ni más ni menos que producir
alternativas para motivarla y vertebrarla. Sin bagaje ideológico, no hay nada
que hacer.
Parece
increíble pero es así: para revitalizar la democracia.
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