jueves, 4 de octubre de 2012

AUSENTE EL GENIO, SU OBRA PERDURA

Veinte años se han cumplido de la muerte de César Manrique, el genial artista lanzaroteño cuya obra se reparte en varios lugares de Canarias. Desde que concibió y ejecutó el Lago de Martiánez, no sólo proyectó su fama sino que dio a entender que la Naturaleza había que tratarla con mucho mimo y con mucho esmero si se pretendía modificar su fisonomía y, sobre todo, aprovechar sus recursos.


Conservamos los recuerdos de aquel fatídico 25 de septiembre de 1992. En el ejercicio de la dirección general de Relaciones Informativas del Gobierno de Canarias que nos correspondía entonces, recibíamos la noticia desde Lanzarote. En el palacete de San Bernardo, en Las Palmas de Gran Canaria, sede de la presidencia, Jerónimo Saavedra almorzaba con otros miembros del ejecutivo. Desde la secretaría del presidente, se decidió que fuera yo quien comunicara personalmente aquella mala nueva. Sabíamos de la gran amistad que relacionaba a Saavedra con Manrique, de modo que hubimos de prepararle. La comunicación del fatal desenlace fue encajada a duras penas por el político. Se interesó por los detalles: transmitimos los que teníamos en aquellos primeros minutos. Los medios empezaron a reclamar opiniones de Jerónimo Saavedra. Preparamos un texto para el periódico La Provincia que mereció un sentido reconocimiento personal del propio presidente que guardamos celosamente en nuestros archivos.

Y es que a Manrique le habíamos tratado durante sus largas estancias en el Puerto de la Cruz o cuando hacía sus apariciones para ver cómo iban sus obras y si se cumplían sus directrices. César siempre daba titulares: “Ahí viene Salvador con su grabadora, para evitar los desmentidos. Como si yo no fuera consciente de lo que digo”, afirmó riéndose en cierta ocasión en el hall del hotel ‘Tenerife Playa’. En otra, anduvo tan descarado como ocurrente, junto al arquitecto Fernando Higueras, cuando inauguraron un museo de antigüedades en un complejo comercial en la carretera del Botánico. “Ya sabéis cómo es César”, dijo Fernando.

Se hizo gran amigo de Paco Afonso y de su sustituto, Félix Real. El fue quien sugirió, a principios de los ochenta, la adaptación peatonal de varias vías, defendiendo así una filosofía de vida basada en la calidad de la convivencia y de las prestaciones. Se sentía muy vinculado al Puerto y quería prolongar su huella: de ahí su idea de Playa Jardín, “imagínen, la orilla del mar acabando en la arena negra que se funde con las plataneras, dónde, dónde se ve eso”, decía casi atropelladamente con aquella vehemencia, con aquel entusiasmo que le caracterizaba. Y ahí estaba explicándole a Josep Borrell, entonces ministro de Obras Públicas, su concepción de aquella franja del litoral portuense a la que la mano del hombre proporcionó un aire de naturalidad desafiante de los vaivenes del mar abierto entre un castillo histórico y un complejo turístico ‘biozoológico’ único en el mundo.

El Puerto de la Cruz le distinguió en 1991 con su medalla de oro, galardón más que merecido porque la obra manriqueña tiene en la ciudad una referencia de primerísimo nivel. El intento de colocar un busto en un lugar discreto en el acceso principal del complejo turístico Costa Martíanez, con motivo del vigésimo aniversario de su fallecimiento, no cuajó, parece que por expresas indicaciones de los dirigentes de la fundación que lleva el nombre de César Manrique. Él no quería, por lo visto, ese tipo de honores.

Seguramente porque prefería que la población portuense, y la canaria, siguiera su filosofía vitalista y naturalista, sus mensajes y sus denuncias. Alertó de la especulación y de la destrucción. Quiso llegar a todos. Obsesionado con las peculiaridades insulares, extendió por todo el territorio canario una inmensa obra que es justamente admirada y puede que, en algunos casos, no muy bien conservada.

Veinte años sin el genio. Menos mal que dejó genialidades.

(Publicado en Tangentes, número 51, octubre 2012)



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