Era algo más que el clásico día del primer trimestre
aprovechado para no ir a clase o eludir algún examen convocado sobre la marcha.
Era saludable la respuesta del estudiantado a poco que sea sensible con el escalofriante
dato de una reducción presupuestaria de seis mil millones de euros en tres
años. Por eso, el que los padres se hayan declarado en huelga la semana pasada,
para exteriorizar su rechazo a las restricciones y su defensa de un sistema
público de calidad, respaldando a sus hijos, a los alumnos, es algo que un
Gobierno y su ministro responsable deben tener muy en cuenta.
Los
estudiantes han sido, históricamente, en todas partes del mundo y en
determinados trances, el nervio activo de una sociedad que se resiste a medidas
que no la favorecen. Los estudiantes motivados impulsan o frenan, según se
identifiquen o rechacen los modelos educativos que se plasmen en leyes o las
determinaciones gubernamentales que pueden condicionar su futuro. Han sido los
padres quienes esta vez, en nuestro país, han sentado el precedente de no
llevarles a sus centros, preocupados que deben andar con la reducción de
profesores, con el incremento de alumnos por aula y con la reducción o
supresión de ayudas para libros de texto y material escolar, efectos directos
que se palpan, además, sobre la marcha. Que la comunidad educativa haya
reaccionado con esa convocatoria rompe, además, con ese tabú de indiferencia o
indolencia que se atribuye -especialmente, a los padres- cada vez que se debate
algún planteamiento de fondo que la afecta.
Las
reducciones presupuestarias hacen temer por la solidez del sistema público
educativo. La disminución de las partidas destinadas a becas, por ejemplo,
acarrea una modificación del marco de concesiones de modo que el nivel de
ingresos económicos tenga menos importancia. Ello colisiona frontalmente con el
derecho, más o menos consolidado hasta la legislatura anterior, a acceder a una
beca a quienes tenían un menor nivel de ingresos. La eliminación de la
obligatoriedad de que los centros oferten, al menos, dos modalidades de
bachillerato; o la desaparición de programas de cooperación con las Comunidades
Autónomas repercuten también, de forma negativa, en la oferta educativa y
siembran el desconcierto entre padres que no saben muy bien qué hacer u
orientar.
Que los
alumnos y sus padres, pues, hayan salido a las calles acentuando la efervescencia
social que es la respuesta al fraude masivo que vivió España hace casi un año,
es una prueba de disconformidad digna de ser tenida en cuenta por la naturaleza
de la materia que nos ocupa. Otra respuesta de inquietud, motivación y
sensibilidad social, acreedora de respeto y aprecio, más allá de testimonios
jactanciosos de responsables llamados a tener otra actitud más dialogante y
constructora de alternativas.
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