La crisis arrastra con todo. ¿También con el Estado de las
Autonomías? La reciente entrega demoscópica del Centro de Investigaciones
Sociológicas (CIS), de ámbito autonómico, registra datos preocupantes que
parecen cuestionar el modelo de Estado, tal es así que brota un nuevo vocablo,
recentralización, que se irá haciendo cada vez más familiar. Porque el
centralismo, especialmente en algunas comunidades del interior del país,
recobra fuerzas. Hasta ahí llegan las consecuencias del descrédito -y de la
incredulidad- de la política, de ese desapego galopante que, fruto de múltiples
hechos, ha ido minando hasta los cimientos del sistema mismo, el que creíamos
consolidado, en el que hemos venido conviviendo -con dificultades pero también
con indudables avances sociales- posiblemente
como en ningún otro período histórico constitucional, pero ya se ve, entre unas
cosas y otras, hay un sentimiento de querer retroceder. Inquietante.
Según el
estudio del CIS, alrededor de un 60% de españoles es partidario de un cambio en
la organización territorial del Estado. No es de extrañar, por tanto, que en
Madrid, Castilla La Mancha y Castilla y León, sean mayoría los ciudadanos que
dicen preferir un país con un único Gobierno, sin comunidades o que éstas
tengan menos competencias que las actuales. Casi el 37% de madrileños y de
castellanomanchegos no quiere autonomías. Madrid, siempre según este barómetro,
es la comunidad con más partidarios del centralismo. Entre las demás sobresale
Valencia donde el 56,2% de la población encuestada también se inclina por la
recentralización. Aragón no se queda muy atrás. Hay que ver: cuando creíamos
que el debate o la alternativa era el federalismo, ahí aparece el centralismo,
supuestamente tan respaldado.
Que esta
aparición se produzca cuando más ennegrecen los horizontes de la realidad
social y económica de España, cuando más resignado se ha mostrado el Gobierno
para afrontar el problema del desempleo, cuando el caballo de la corrupción
seguirá al galope tendido en las coordenadas de la investigación periodística y
en la residencia judicial, cuando da la sensación de que la fatiga
institucional nos puede a todos, significa -sin olvidarnos de cuestiones como
las pretensiones secesionistas de Catalunya y Euzkadi- que se prolonga una
gruesa línea de incertidumbre social.
El Título
VIII de la Constitución era el fundamento integrador de un estado tan
democrático como plural. O eso creíamos. Sin embargo, la andadura más reciente
revela que se resquebraja ese fundamento, al menos interpretando resultandos de
encuestas ciudadanas: no gusta o no satisface el funcionamiento del Estado de
las Autonomías. El modelo no contenta ni a un tercio de los encuestados. Y
sigue menguando, pese a que el debate apenas haya principiado en medios de
comunicación o que no exista una campaña clara encabezada por nadie. La
involución parece servida: se prefiere el retorno a aquel “todo se resuelve en
Madrid”, aglutinante de ineficiencia, demoras e insensibilidad.
O sea, que si esto, el centralismo puro y duro, se
convierte en un problema agregado a la crisis general, preparémonos
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