En medio del maremágnum de la corrupción, la
noticia tenía su aquél. Ocurrió en A Coruña: Un hombre, que acudió al banco con
el fin de retirar unos escasos fondos que quedaban en su cuenta de ahorros, fue
condenado a dos años de prisión por robar cinco euros en el mismo acto.
Fue
una creencia muy extendida: siempre se comparó en nuestro país al ladrón que
cometía una fechoría (robar unos aguacates o una gallina para comer, por
ejemplo) con los autores de grandes desfalcos, malversaciones, blanqueos de capital,
sustracciones o evasión de capitales. El primero salía malparado por lo
general; en tanto que los segundos no solo tardaban en ser enjuiciados sino
que, cuanta mayor fuera la cantidad indebidamente apropiada, más posibilidades
tenían de encontrar una salida y hasta de reducir la pena si es que la vista
llegaba a celebrarse. La deducción, poco menos, era que, ya puestos, si se iba
a cometer el delito, nada de pequeñeces.
El
caso es que entre la leyenda popular y todas las circunstancias concurrentes algo
sustantivo ha ido alimentando la picaresca y las intenciones del legislador: el
presidente del Tribunal Supremo y del Consejo General del Poder Judicial,
Carlos Lesmes, en efecto, declaraba hace escasas fechas que el sistema de
enjuiciamiento criminal, que data de 1882, estaba concebido “para los robagallinas, pero no para el gran defraudador, no para los casos que
estamos viendo ahora, donde hay tanta corrupción”. Los críticos de Lesmes
hablan de paupérrimo argumento refugiarse en la obsolescencia de la norma para
justificar las diferencias de tratamientos judiciales.
Como
así se puso de manifiesto con el caso del protagonista de la noticia de A
Coruña. Cierto que lo ocurrido se correspondía con una tipificación de robo con
violencia, es decir, el autor, después de ser advertido por los empleados del
banco que su cuenta estaba en números rojos y que no le podían entregar nada,
empezó a chillar y a pedir explicaciones. Cuando intentaron calmarle, se subió
a un mostrador, abrió un cajón, se llevó cinco euros y salió corriendo de la
oficina bancaria. Fue detenido y juzgado. Se declaró culpable, seguramente para
obtener una reducción de la pena. Y en efecto, a cambio de su franqueza, fue
condenado solo a dos años de prisión
como autor de un delito de robo con violencia. Según se especifica en la
sentencia, el protagonista condenado empujó a algunos empleados y amenazó al
director poniéndole el puño en la cara.
Es
decir, cayó sobre él todo (o casi todo) el peso de la Ley. Poco se puede
discutir. Pero se han reactivado los resortes de la comparación, que no es
odiosa, ni mucho menos. Y es inevitable entonces escribir que la justicia no es
igual para todos. Un repaso a la nómina de los casos lo verifica: Ruiz Mateos,
Mariano Rubio, Javier de la Rosa, Manuel de la Concha, Mario Conde… los más
sonados. Las penas por corrupción son reducidas si se comparan con las
aplicadas por otros delitos: ese es el problema. Por eso urgen nuevas leyes en
los ámbitos procesal y penal.
Nuevas
leyes, por cierto, que eliminen cualquier apariencia de tácito plus de
inocencia para los poderosos, para los que no se dedican a llevarse
desesperadamente cinco euros de una oficina bancaria sino que urden ingeniería
contable y tramas de todo tipo con tal de enriquecerse, no importa que sea con
dinero público o de los sufridos impositores y contribuyentes.
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