Daisy Tourné era ministra del Interior de Uruguay hasta que en un discurso público empleó un lenguaje soez, poco menos que una auténtica retahíla de insultos. No fue necesario que el presidente del país tomara una determinación: Tourné presentó antes su “indeclinable renuncia”, una vez se diera cuenta del acto irreflexivo e inadmisible que había cometido.
La ex ministra, en efecto, utilizó unos términos absolutamente inasumibles. Rivales políticos y miembros de su propia formación política, el Partido Socialista, integrado en la coalición gubernamental de izquierdas, fueron destinatarios de calificativos irreproducibles (no es para escandalizarse ni para ir de puritanos pero, la verdad, cuesta escribirlos y publicarlos), aderezados con explicaciones no menos groseras sobre cómo la ven aquéllos que fueron víctimas de sus improperios.
O sea, que debió ser todo un espectáculo, zanjado de la forma más cabal y consecuente: dimisión, porque es insostenible que toda una ministra se exprese de la forma que lo hizo. El peor ejemplo, sin duda. “Me ganó la pasión”, afirmó Tourné cuando el mal ya estaba hecho y la difusión de sus vocablos había generado evidente malestar político y social.
El episodio sirve para medir situaciones más cercanas que no se han saldado de forma tan drástica. Una lástima que el debate político sea vea desvirtuado por el empleo de un lenguaje tabernario y barriobajero que, por lo general, se vuelve contra quienes, más o menos conscientemente, hablan de forma irrespetuosa. Sobre todo, cuando se personaliza, es decir, cuando más allá de las ideas y hasta de los actos merecedores de crítica o de reprobación, se adjetiva (mejor, se descalifica) o se desconsidera a quien los ha protagonizado o promovido. Es una tendencia que se agrava en las proximidades de campañas electorales.
Es (junto con la corrupción) la peor parte de la política, la más desagradable. A la que, por cierto, no escapan, por extensión, cierto periodismo o ciertas formas de comunicación (en algunas radios y televisiones locales, sobre todo) que no van a la zaga a la hora de encontrar palabras gruesas y acabar patentándolas o acuñándolas cada vez que haya que referirse a un personajes público concreto. Desde luego, el uso de este “expresionismo” mediático influye también lo suyo, tiene su efecto nocivo y acaba hasta forjando un cliché de la persona puede que injusto.
Era lógico pensar que a medida que maduraba la democracia, estas cosas iban a desaparecer o, cuando menos, a corregirse. Sin embargo, no ocurre así y por tanto, hay que preocuparse. En Canarias, desde hace ya varias legislaturas y varios mandatos, en prácticamente todos los niveles del ámbito político, y en casi todas las formaciones con mayor o menor representación, hemos visto casos muy lamentables de desconsideraciones dialécticas personales. Es cuando se confunden los planos. Que tire alguien la primera piedra.
Y es cuando se contrastan las composturas. Toda esa imagen de educación, de bondad, de guardar las formas, se torna en agresividad, malcriadez y descortesía. Luego están las interpretaciones, lo que se considera insulto y lo que no. Lo que es sacado de contexto. La intencionalidad. La preterintencionalidad, incluso. La reacción: desde el 'y tú más' hasta la búsqueda de algún vocablo ingenioso que hasta obligue a manejar el diccionario. Y hay que consignar la capacidad de encaje, cualidad muy digna de valor, pues el silencio, no devolver la descalificación o recomendar simplemente 'un poquito de por favor', o sea, de educación, suele ser señal de inteligencia y hasta de elegancia en el comportamiento público.
Porque, no nos engañemos: hay a quien le guste. Y es más, considera que un político, si no va pertrechado de sal y pimienta dialéctica, tiene poco que hacer, o hasta un punto menos de credibilidad.
Pero no: a estas alturas, cuando la gente esta harta de diatribas entre políticos, cuando también pasa olímpicamente de “predicadores” que ante cámara o micrófono se despachan con absoluta impunidad -¡que grandes son la democracia y la libertad de expresión!-, lo que se quiere, lo que se espera es argumentación o expresión de ideas en público que persuadan y convenzan sin necesidad de recurrir a insultos y adjetivaciones personales inapropiadas. Menos soeces y más rigor en el lenguaje, sin que eso signifique pérdida en la contundencia o convicción de lo que se quiera transmitir o defender.
Por ahí también gana calidad la democracia. Y respeto el político.
La ex ministra, en efecto, utilizó unos términos absolutamente inasumibles. Rivales políticos y miembros de su propia formación política, el Partido Socialista, integrado en la coalición gubernamental de izquierdas, fueron destinatarios de calificativos irreproducibles (no es para escandalizarse ni para ir de puritanos pero, la verdad, cuesta escribirlos y publicarlos), aderezados con explicaciones no menos groseras sobre cómo la ven aquéllos que fueron víctimas de sus improperios.
O sea, que debió ser todo un espectáculo, zanjado de la forma más cabal y consecuente: dimisión, porque es insostenible que toda una ministra se exprese de la forma que lo hizo. El peor ejemplo, sin duda. “Me ganó la pasión”, afirmó Tourné cuando el mal ya estaba hecho y la difusión de sus vocablos había generado evidente malestar político y social.
El episodio sirve para medir situaciones más cercanas que no se han saldado de forma tan drástica. Una lástima que el debate político sea vea desvirtuado por el empleo de un lenguaje tabernario y barriobajero que, por lo general, se vuelve contra quienes, más o menos conscientemente, hablan de forma irrespetuosa. Sobre todo, cuando se personaliza, es decir, cuando más allá de las ideas y hasta de los actos merecedores de crítica o de reprobación, se adjetiva (mejor, se descalifica) o se desconsidera a quien los ha protagonizado o promovido. Es una tendencia que se agrava en las proximidades de campañas electorales.
Es (junto con la corrupción) la peor parte de la política, la más desagradable. A la que, por cierto, no escapan, por extensión, cierto periodismo o ciertas formas de comunicación (en algunas radios y televisiones locales, sobre todo) que no van a la zaga a la hora de encontrar palabras gruesas y acabar patentándolas o acuñándolas cada vez que haya que referirse a un personajes público concreto. Desde luego, el uso de este “expresionismo” mediático influye también lo suyo, tiene su efecto nocivo y acaba hasta forjando un cliché de la persona puede que injusto.
Era lógico pensar que a medida que maduraba la democracia, estas cosas iban a desaparecer o, cuando menos, a corregirse. Sin embargo, no ocurre así y por tanto, hay que preocuparse. En Canarias, desde hace ya varias legislaturas y varios mandatos, en prácticamente todos los niveles del ámbito político, y en casi todas las formaciones con mayor o menor representación, hemos visto casos muy lamentables de desconsideraciones dialécticas personales. Es cuando se confunden los planos. Que tire alguien la primera piedra.
Y es cuando se contrastan las composturas. Toda esa imagen de educación, de bondad, de guardar las formas, se torna en agresividad, malcriadez y descortesía. Luego están las interpretaciones, lo que se considera insulto y lo que no. Lo que es sacado de contexto. La intencionalidad. La preterintencionalidad, incluso. La reacción: desde el 'y tú más' hasta la búsqueda de algún vocablo ingenioso que hasta obligue a manejar el diccionario. Y hay que consignar la capacidad de encaje, cualidad muy digna de valor, pues el silencio, no devolver la descalificación o recomendar simplemente 'un poquito de por favor', o sea, de educación, suele ser señal de inteligencia y hasta de elegancia en el comportamiento público.
Porque, no nos engañemos: hay a quien le guste. Y es más, considera que un político, si no va pertrechado de sal y pimienta dialéctica, tiene poco que hacer, o hasta un punto menos de credibilidad.
Pero no: a estas alturas, cuando la gente esta harta de diatribas entre políticos, cuando también pasa olímpicamente de “predicadores” que ante cámara o micrófono se despachan con absoluta impunidad -¡que grandes son la democracia y la libertad de expresión!-, lo que se quiere, lo que se espera es argumentación o expresión de ideas en público que persuadan y convenzan sin necesidad de recurrir a insultos y adjetivaciones personales inapropiadas. Menos soeces y más rigor en el lenguaje, sin que eso signifique pérdida en la contundencia o convicción de lo que se quiera transmitir o defender.
Por ahí también gana calidad la democracia. Y respeto el político.
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