Juan Cruz Ruiz volvió a escudriñar la inmensidad del
territorio de la memoria en su texto de ingreso, Aprender de isleños, en el
Instituto de Estudios Canarios (La Laguna). La vorágine de su vida, la que
rueda incesantemente desde que tomó el avión para traspasar el mar, que diría
Sinesio Domínguez, su presentador, para no estar en la isla y siempre estar.
Acaso porque la memoria nunca se evaporó; al contrario, se enriqueció porque el
escritor la cultivó, sabía que era una constante y porque las vivencias de la
infancia y adolescencia son eternas a poco que se plasmen como él lo hace. Tan
descriptivamente, tan minuciosamente: la memoria lo es todo. Y no hay límites,
porque cuando parecía que todo estaba dicho, aún aparecen episodios, hechos y
personajes que hacen pensar en lo infinito de ese territorio. En el principio
fue la memoria y en ella hay un autor que la exprime sin cansarse: un gesto, un
sonido, una palabra, una herida, una mirada, una mentira, una travesura, una
imaginación, un deseo, un libro… Hasta comprender el misterio de la soledad.
Hasta volver a descubrir y volver a empezar para seguir brindando con los
amigos el placer de cada hallazgo memorístico. Esta vez apareció el abuelo, que
se une a la radio tan decisiva en la vida del escritor portuense; y a los
cachivaches; y al tesoro del montículo; y al ‘Si’ poético de Kipling borrado de
la pared a golpe de uñas; y a los suecos, cuya foto sigue dando vueltas porque
ellos también fueron determinantes. Y esta vez dio vueltas a la plaza, la plaza
del pueblo por antonomasia, convertida, en el texto y en la memoria, en la
plaza de Genaro, aquel autodidacta tan culto que a principios de los sesenta le
descubrió a María Zambrano, le descubrió el planeta de los libros. En aquel
espacio, pletórico de palmas y laureles, donde el asma jugó una mala pasada que
un entrenador de fútbol, Godoy, supo cortar a tiempo, se almacena otro montón
de recuerdos que forman parte de la vorágine que siempre acompañó -acompaña- a
Juan Cruz Ruiz, que refresca sus fotografías de ayer, que llevará, como Joan
Baptista Humet, mientras le aguante el alma, aunque su pueblo ya no sea el de
antes. En la plaza (es la del Charco, por si hay algún despistado) aún están
los olores y los paseos, las conversaciones y el ejercicio incesante de la
tolerancia porque la borrachera de memoria, afortunadamente escrita y vivificada,
deja las esencias y guarda los principios de todo lo que ha venido después.
Y deja una
feliz resaca. ¿Verdad, maestro?
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