sábado, 14 de abril de 2012

FELIZ RESACA


Juan Cruz Ruiz volvió a escudriñar la inmensidad del territorio de la memoria en su texto de ingreso, Aprender de isleños,  en el Instituto de Estudios Canarios (La Laguna). La vorágine de su vida, la que rueda incesantemente desde que tomó el avión para traspasar el mar, que diría Sinesio Domínguez, su presentador, para no estar en la isla y siempre estar. Acaso porque la memoria nunca se evaporó; al contrario, se enriqueció porque el escritor la cultivó, sabía que era una constante y porque las vivencias de la infancia y adolescencia son eternas a poco que se plasmen como él lo hace. Tan descriptivamente, tan minuciosamente: la memoria lo es todo. Y no hay límites, porque cuando parecía que todo estaba dicho, aún aparecen episodios, hechos y personajes que hacen pensar en lo infinito de ese territorio. En el principio fue la memoria y en ella hay un autor que la exprime sin cansarse: un gesto, un sonido, una palabra, una herida, una mirada, una mentira, una travesura, una imaginación, un deseo, un libro… Hasta comprender el misterio de la soledad. Hasta volver a descubrir y volver a empezar para seguir brindando con los amigos el placer de cada hallazgo memorístico. Esta vez apareció el abuelo, que se une a la radio tan decisiva en la vida del escritor portuense; y a los cachivaches; y al tesoro del montículo; y al ‘Si’ poético de Kipling borrado de la pared a golpe de uñas; y a los suecos, cuya foto sigue dando vueltas porque ellos también fueron determinantes. Y esta vez dio vueltas a la plaza, la plaza del pueblo por antonomasia, convertida, en el texto y en la memoria, en la plaza de Genaro, aquel autodidacta tan culto que a principios de los sesenta le descubrió a María Zambrano, le descubrió el planeta de los libros. En aquel espacio, pletórico de palmas y laureles, donde el asma jugó una mala pasada que un entrenador de fútbol, Godoy, supo cortar a tiempo, se almacena otro montón de recuerdos que forman parte de la vorágine que siempre acompañó -acompaña- a Juan Cruz Ruiz, que refresca sus fotografías de ayer, que llevará, como Joan Baptista Humet, mientras le aguante el alma, aunque su pueblo ya no sea el de antes. En la plaza (es la del Charco, por si hay algún despistado) aún están los olores y los paseos, las conversaciones y el ejercicio incesante de la tolerancia porque la borrachera de memoria, afortunadamente escrita y vivificada, deja las esencias y guarda los principios de todo lo que ha venido después.
            Y deja una feliz resaca. ¿Verdad, maestro?

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